martes, 11 de junio de 2019

LEONARDO EN MÁLAGA


LEONARDO EN MÁLAGA.

 

Justo después de cruzar el estrecho, la calma dio paso a un tozudo viento de poniente. Las olas mostraban ya sus crestas y se alineaban, dirigiéndose en diagonal hacia la costa.
Los pasajeros florentinos aprovecharon para esbozar con gran entusiasmo los movimientos de remolino de las nubes. Eso sí, hasta que volaron hojas, tinteros y plumas. Ellos corrieron detrás de los cuadernos que se desparramaban por la cubierta. Fueron necesarios los marineros más fornidos para amarrar a los tres dibujantes y devolverlos al castillo de popa. El florentino más joven y menudo fue atrapado justo cuando colgaba sobre la borda.
Los nubarrones se cerraron sobre una muralla de montañas. Detrás el sol se ponía, así que el mundo parecía próximo a sumergirse. Los florentinos temblaban con las ropas empapadas, encogidos por el frío.
-          ¿Tienes miedo, Salai? - preguntó el florentino de mayor edad, cubierto con su capucha.
-          No – el chico sacudió la cabeza.
Por si acaso, el tercer pasajero, un joven fornido y moreno, le agarró por el hombro con fuerza. Pero Salai se sacudió la mano.
Entre golpes de agua, podían adivinarse las débiles luces de una ciudad, el ruido de las olas estrellándose contra el acantilado, la fuerza interior de la corriente. El barco se notaba asustado, no paraba de crujir y estremecerse. La inclinación de la cubierta ya no permitía realizar maniobras.
Los cabos sueltos, el velamen rasgado, todo indicaba que la nave había dejado de estar en poder de los hombres. Una fuerza más poderosa lo empujaba hacia alguna parte. Los pasajeros corrían peligro. La decisión se tomó en uno de estos momentos en los que el tiempo parece estirarse y los hombres actúan con rapidez. Los artistas florentinos, aunque sólo eran tres, eran una mercancía demasiado valiosa. Una tela gruesa cayó sobre ellos. El pintor mayor y sus dos jóvenes compañeros no veían casi nada. Con una cuerda fue asegurado el fardo triplemente humano.
Los marineros lo depositaron sobre una lancha. La hicieron descender desde la borda hacia un remolino de espuma. Se oyeron golpes, saltos, voces, el crujir de las tablas; parecía que la lancha se hundía aún más bajo el agua. Hasta que otros golpes, más rítmicos, los remos contra el agua, los llevaron lejos del remolino, lejos del fragor.
Ahora se oía un rumor más opaco, a proa. Las luces de la costa se habían agrandado, entre las hebras del saco, y se movían de un lado a otro en sentido horizontal.
-          ¿Vamos a morir? - preguntó Salai, con una pizca de curiosidad.
-          No lo sé aún- contestó su amigo experimentado -. Aguarda un poco.
Una ola barrió el paquete que albergaba a los tres florentinos, deshaciendo los nudos como si fueran pan. El bulto se sumergió en las aguas profundas, y el líquido penetró en los conductos nasales y garganta abajo. Descendieron espalda contra espalda, hasta dar con un fondo de rocas. El pintor se golpeó la cabeza, cosa que le irritaba mucho; unas pinceladas oscuras trazaron giros y pasaron a diluirse en un fondo azul ultramar.
-          ¿Lo ves, Salai? No hemos tenido que esperar mucho tiempo –pensó Leonardo-. Por lo menos es bonito todo esto. Movimiento y color se funden bien, forman una expresiva mancha.
Una mano envolvió y enjuagó las pinceladas en rojo oscuro, recorrió su espalda como si buscara un objeto perdido y aflojó las cuerdas. Leonardo perdió el conocimiento. Quedó dormido sobre las rocas y anémonas del fondo. La barba flotaba hacia arriba y él podía notar la cautelosa presencia de los peces, que le olisqueaban y mordían la pelambre.
-          Bienvenido, señor Leonardo – oyó decir a la figura brumosa que lo había depositado en el fondo.
-          ¿Puedes devolverme a la superficie?
-          No, ahora vendrás conmigo. Abre tu lugar en el cielo entre las estrellas celestes , porque tú eres la Estrella Solitaria, el compañero de las noches.
-          Por favor, tengo asuntos pendientes. Te aseguro que te confundes de persona.
-          Ahora caminarás conmigo. Te espera un largo camino. Una noche larga y llena de obstáculos.
-          Por favor, señora, devuélveme al mundo de arriba.
-          ¿No te gusta este camino? ¿No te deslumbra su belleza, a ti que vives de la belleza?
-          Sí. Gracias. Pero necesito volver arriba.
-          Todos los que bajan quieren volver, necesitan subir.          Mira más abajo, hacia Osiris, el que gobierna los espíritus, porque estás de pie lejos de él, y no estás entre ellos y tampoco estarás entre ellos.
-          Ya. Yo tengo un asunto muy importante - dijo Leonardo.
-          ¿Ah, sí?
-          Sí, hay un cuadro. Veréis, señora, un cuadro que podría ser definitivo de una mujer que deslumbra con su encanto. Soy artista y necesito terminarlo, me he comprometido.
-          ¿Y cómo pensabas terminarlo en medio del océano, agitado por las olas? No veo pinceles por aquí, ni bellas doncellas.
-          Ella está en Florencia, allí me espera. Acabé aquí, llevado por las corriente. Me embarqué para buscar algunos materiales que requería mi obra.
-          ¡Ah, qué maravilla! Tenemos aquí un pintor, un artista, un hombre sensible. Muchos seres reunidos en uno.
-          Todos somos muchos y uno sólo a la vez.
-          ¡Además, eres filósofo, qué gran sorpresa! Pero ahora tocas fondo, y debes saber que aquí todos se oxidan, se humedecen y transitan conmigo hacia un amanecer muy lejano. Aquí acaban los hombres, y ninguno cree acabada su tarea. Los arquitectos han dejado grandes catedrales sin sus torres; los médicos, pacientes que agonizan, parturientas que gritan ahogándose en un pantano de dolor; los abogados, procesos que habían estudiado durante años; las madres, hijos que han visto crecer y prometían ser grandes desde sus balbuceos; los capitanes, campañas osadas que supondrían un nuevo mapa del mundo… Sí, todos dejan el mundo en mal momento. Así que no te preocupes, otros continúan y todo se termina acabando, de una manera u otra.
-          No, no es mi caso. He dejado siempre todo, demasiadas cosas, sin acabar. Ella es diferente, posee la mirada que siempre quise pintar, la que entró en mi propia mirada. Quiero acabar. Déjame ir.
-          Los hombres, los dioses, los bienaventurados y los muertos cuando ven a nuestro Osiris, vestido de océano nocturno, con plumajes de halcón, tocado con la corona blanca, caen de rodillas.
-          ¿Por qué debería hacerlo?
-          Él, Osiris, ha sido proclamado el más justo, el que ha de prevalecer sobre sus enemigos en el Cielo Superior, en el Cielo Inferior, junto al sol que camina y la noche que es navegada, y en el Campo de todos los dioses y de todas las diosas.

La figura parecía recogerse sobre sí misma, recitando sus salmos. Un estado de concentración apenas perceptible.
-          Es lejanamente posible, poco probable.
-          ¿El qué?
-          Que puedas serme útil.
-          Te pintaré un retrato - prometió Leonardo.
-          No, no es eso lo que necesito. Mi objetivo es diferente.
-          ¿Cuál es?
-          Hace tiempo que nadie me lo ha preguntado. Me gustas, señor Leonardo.
-          Tengo muchos defectos.
-          En este lugar, tu cuerpo se libera de impurezas.
-          Mis orígenes son humildes y plagados de llagas, enrevesados como un sarmiento de vid.
-           ¡Oh, no, mi Rey! Tú eres el hijo de un grande. Te has bañado en este lago, en el océano de la noche, y ya puedes ocupar, junto a mí, tu asiento en el Campo de Juncos.
-          ¿Podemos volver al tema del objetivo que persigues, sin subterfugios?
-          No lo entenderías. Yo tengo que transitar en la barca de la noche, derribar a la serpiente perversa y llegar al puerto en el Lago Celeste, con el corazón alegre al disfrutar de nuevo del amanecer, pues la vida ha sido renovada- dijo la forma.
-          ¿Cómo dices?
-          ¿Lo ves? Pero no te preocupes, quiero saber de ti. No me has explicado todavía por qué andas tan lejos de tu tierra.
-          Por estas costas, según me contaron, existe una piedra que posee un matiz y un color esencial para que todo el fondo de una pintura brille, como si se tratara de un horizonte lleno de aire e iluminado por el sol.
-          Si quieres conseguir los que deseas, te liberaré del peso del agua nocturna, pero antes tendrás que cumplir una promesa.
-          Haré lo que esté en mi mano - pensó Leonardo; no tenía muchas más opciones-. Pero no es mucho lo que puedo hacer aquí, ahogado.
-          No todavía, no te apresures. Esta es mi propuesta. Trae a mi presencia doce ofrendas, que recogerás de la tierra en la que te encuentras, donde crecen los juncos en apretados ramos. Recogerás estos doce tributos y los llevarás contigo al norte, cerca del Campo de las Ofrendas, hasta que yo te los pida.
-          ¿Qué ofrendas deseas, puedes ser más concreta? ¿Cómo podré saber qué llevar?
-          Tú mismo serás responsable de seleccionar los tributos en el Campo.
-          ¿Prefieres plantas, animales o minerales?
-          Ellos te elegirán a ti. Tú los verás y sentirás que has de llevarlos contigo. Te considero hábil e inteligente, hijo predilecto de la genealogía de Osiris, así que te respeto y te ofrezco la posibilidad de ayudarme.
-          Entonces, ¿no hay ninguna condición?
-          Sólo dos. En primer lugar, debes empezar la búsqueda a la caída del sol. En segundo lugar, una vez conseguidos, pondrás los tributos en un receptáculo a cubierto de la luz y no podrás desprenderte de ellos en ningún momento.
-          ¿Qué recompensa me darás, siendo yo tan hábil e inteligente, siendo hijo predilecto de los dioses?
-          La que deseas, ¿no es tu deseo regresar a Milán con esa piedra en tus manos, el mineral que esconde en su alma petrificada la semilla del color azul?
-          Gracias. ¿Cómo conoces mi deseo? No recuerdo haber dicho cuál era el mineral que andaba buscando. ¿Y a quién he de entregar las ofrendas que tú reclamas? ¿Acaso te conozco?
-          No necesitas saber más. La serpiente acecha, barriendo el tiempo con su cola. Necesitarás una noche para recoger cada uno de los doce elementos.
La figura brumosa, una figura femenina formada con algas y plancton, trazó el equivalente a una sonrisa. Leonardo pudo verla así un instante más, la presencia desgajándose en hebras de amor/paz frente al fondo profundo, su perfil deformado por aleteos de miles de peces. Al acercarse, Leonardo comprobó que irradiaba calor.
Ella, utilizando su último estertor, empujó al hombre hacia la superficie, junto a sus dos amigos. Antes de salir del agua, lo aferró de la túnica y puso en su mano un objeto. Toma esto en señal de nuestro acuerdo, susurró en su oído, animándole:
-          ¡Ojalá que el alma de Osiris se eleve contigo, que parta en la barca del día, que arribe con la barca de la noche, y que vaya a juntarse con las Estrellas Infatigables en el cielo!

Para Leonardo había pasado un largo periodo de tiempo, subiendo y subiendo desde el fondo, hasta encontrar aire puro. Lo recogieron, un puñado de manos lo sacudieron con fuerza y, después de recorrer cinco o seis pasos, lo recostaron en la arena. Le dieron varios golpes en su pecho. Emergió de sus pulmones un líquido verdoso. Leonardo abrió los ojos, descubriendo junto a él a sus amigos, sentados sobre la arena, exhaustos y conmocionados. Como él, los dos escupían una mezcla de sal y algas.
-          Maestro, casi nos ahogamos. Faltó poco - farfulló Salai.
Los marineros rieron.
-          ¿Ahogados? Serían los primeros hombres que se ahogan en un charco de tres palmos de agua – les dijo un gigante con forma de tonel y barba canosa.
Les señalaron la lancha. Había embarrancado al filo de la arena. El resto de los marineros intentaban empujarla hacia la parte alta de la playa, contra la resistencia de piedras y raíces. El agua les llegaba a la cintura.
-          Gracias, nos habéis salvado de morir – dijo Leonardo.
-          Bah, en absoluto.
-          ¿Y cuál es tu nombre?
-          No le deis mayor importancia. Os hemos recogido del fondo de una playa plana, sólo ha sido un revolcón, una ola nada más. Ellos sí pueden morir, si no logran enderezar el rumbo - contestó el marinero, señalando el Pelícano -. ¿Y mi nombre? Mi nombre no importa.
Los tres pasajeros se miraron con sorpresa. Después de haber creído morir, la posibilidad de haber recibido una paliza, por parte de una ola atravesada, les resultaba deliciosa.
-          Ahora debéis dirigiros a la ciudad, que no anda lejos – les dijo el marinero/tonel con canas -. Allí os darán cobijo esta noche y podréis descansar. Nosotros nos ocuparemos de salvar lo que podamos, si es que algo queda.
Vieron al Tonel Blanco internarse de nuevo en las aguas, remando él solo, en dirección al barco que se perdía. El resto de los marineros permanecía en la playa, ocupados en ayudar a los florentinos y organizar el rescate. Hablaban entre ellos apresuradamente, y parecían sorprendidos por la actitud del marinero/tonel canoso. Resultaba complicado reunir valor para internarse de nuevo en el mar.
Leonardo intentó abrir su mano agarrotada, tan tiesa que se resistía a mostrar la palma abierta. Sostenía un minúsculo caballito de mar.


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