UN DÍA PARA VIVIR: Una novela de podcast
Podcast 1. Detectives de Herencias
https://cadenaser.com/programa/2021/01/24/a_vivir_que_son_dos_dias/1611481243_177733.html
24 de enero de 2021. 7:30 de la mañana. Gran Vía 32, Madrid.
Desde la terraza del edificio principal de la Cadena Ser, Javier del Pino y Juan José Millás contemplan la salida del sol.
—¿No tenemos nada para hoy? —pregunta Millás, carraspeando—. Es culpa mía, esta semana he andado pachucho.
—Por ahora, el día se presenta flojo de contenidos —avanza Pino.
—¿Tocamos el tema del cambio de hora en primavera?
—Juanjo, faltan dos meses.
—¿Y si lo rellenamos con Broncano y Burke juntos? ¿Un mix de cómicos?
—Broncano está ilocalizable, como siempre. Viernes noche, sábado de...
—¿Ignatius y Cansado? —vuelve a la carga Millás.
—Cansado está agotado.
—Está mayor. Ignatius siempre es una opción...
—Ese sí, no necesita precalentamiento. De momento, lo dejo en stand by, que luego viene y te chupa los pezones… —ríe Javier.
—¿En plena pandemia?
—Utiliza un kit higiénico de plástico.
—¿Llamo a mi antropólogo de cabecera? Arsuaga, el de Atapuerca... No se va a negar. ¡Somos uña y carne!
—¿Os criasteis en la misma cueva? —bromea Javier del Pino—. No es grave, Juanjo. No es tan grave...
—¿Que seamos amigos?
—No, la situación, los contenidos del programa. Ha surgido algo que nos servirá para salir del paso.
—Menos mal. ¡Qué alivio! —suspira Millás.
—¿Alivio? ¿Por normalizar lo vuestro?
—No, hombre. Que tengas algo...
—Ayer me llamó Estupinyà desde Buenos Aires, con una historia interesante. Va a traer a un tipo, un detective de herencias —informa Pino.
—No fastidies. ¿Y qué hace por allí? ¿En Argentina?
—Ya sabes, vive allí, Estupinyà.
—Me refería al detective.
—Pues le han dado un chivatazo. Una herencia jugosa, sin herederos. El detective de herencias investiga si existe algún heredero desconocido. Para avisarle y que la cobre. ¿Te imaginas?
—Es un temazo. Pero no me he preparado nada.
—Paqui se ha encargado de arreglarlo todo. Y a ti, ya se te ocurrirá algo sobre la marcha. Es un tema muy tuyo.
—¿Cobrar herencias o buscar dinero?
—¡Las dos cosas! —responde Pino.
—¡No me jodas!
—¿Cómo van tus bitcoins? —le pregunta Pino.
—¿No te he dicho que no me jodas?
El sol se asoma con timidez por la línea del horizonte, las primeras luces se filtran entre los edificios. Millás apura el café de máquina, francamente asqueroso. La música desciende de volumen, la voz de Pino se abre paso en la antena.
—Buenos días, o ¿debería decir buenas noches, allá en Argentina?
—Sí, un buen madrugón sí que me he pegado, Javier —contesta la voz al otro lado.
—Estamos con David Heredero Rubio, detective de la Agencia Midas. Es detective genealógico. Su Agencia busca herencias jugosas sin herederos conocidos. ¿Cómo funciona esto, David?
—¡Muy apropiado tu apellido, David! —ironiza Millás.
—Sí, me lo han dicho muchas veces —confirma David.
—¡Estabas predestinado! —rie Millás—. De esto tiene una teoría Lacan.
—Vamos a centrarnos en el tema, Juanjo —interrumpe Javier del Pino.
—Sin duda. Valgo para esto. Más veces de las que creemos, la gente fallece y deja sus bienes sin testar. Aparentemente, no existen herederos. Nadie sabe si el fallecido tiene algún familiar, ni idea de dónde buscar.
—Y vuestra agencia los busca….
—Así es. En ocasiones, estos familiares se sorprenden cuando los hallamos. Ni siquiera sabían que su pariente había muerto, ni que tenía bienes. ¡O ni se imaginaban que existía!
—¿Cómo es posible?
—Hay varias situaciones distintas. Han perdido relaciones, han emigrado, viven en lugares muy distantes… Puede que se trate de una rama colateral de la familia. Hay muchos motivos.
—Entonces, ¿todos podemos tener un día una sorpresa de este tipo? —se pregunta Javier.
—Cuéntame una cosa —interviene Millás—. ¿Cómo es ese momento? Cuando te presentas ahí, frente a la puerta. Llamas al timbre, a puerta fría, y te abren… ¿Qué desea usted?
—Un momento cumbre, efectivamente.
—Alguno te cerrará la puerta en las narices —apunta Pino—, pensando que quieres vender algo, que es una estafa…
—Como estos correos electrónicos de un príncipe africano que quiere dejarte a ti, precisamente a ti, sus riquezas —dice Millás.
—A veces, ha pasado. Luego viene la explicación nuestra. Al final, casi siempre lo entienden. Nos sentamos con ellos y ven la relación familiar que les une con el fallecido. Cuando damos los datos, por regla general se convencen.
—Dais credibilidad —sugiere Millás.
—Lo intentamos.
—¿Vais a comisión? ¿Cobráis un porcentaje?
—En efecto, a ellos no les cobramos nada. En la agencia, solo cubrimos gastos y, luego, nos llevamos un porcentaje sobre la herencia reclamada.
—¿Cómo os llegan los casos?
—Tenemos nuestros contactos. Alguien ha fallecido sin testar, sin hijos. Ahí valoramos si la operación es rentable.
—¿Os lleváis sorpresas?
—¡Enormes! ¡Hay gente con posesiones antiguas, con fortunas ocultas!
—¿Les da la vida para reunir una fortuna? ¡Esto es tan reconfortante! Dan ganas de convertirse al cristianismo… —dice Millás.
—Claro, lo viven como un auténtico milagro.
—¿Y cómo reaccionan cuando les dices…?
—Algunas veces les cuesta trabajo asimilarlo. Es un choque fuerte. Luego sí, van entrando en el tema. Lo agradecen mucho. Es un momento muy bonito. Recuperan una parte de su pasado.
—¿Y hay algún caso que recuerdes especialmente?
—Ahora no caigo. También te digo que procuramos no implicarnos emocionalmente. Ahora ando centrado en el caso que tengo entre manos. Una vez que acabamos, pasamos página.
—Actitud profesional —recalca Millás.
—¿Ahí en Buenos Aires? —sigue preguntando Javier.
—Sí. Un emigrante español vivía aquí hace décadas. Ha muerto recientemente.
—¿Y la herencia es jugosa?
—Tremendamente. Jugosísima.
—¿Van bien tus pesquisas? ¿Has encontrado algún beneficiario?
—Va, va… lento, pero ahí va. No te puedo decir. Ahí ando…
Las voces se amansan. Como la voz de Javier, la de David acaba en bajo, se desmigaja sedosa, ambas voces se empastan. La conversación, oída desde fuera, se aproxima a una conversación de viejos amigos que se conocen bien.
***
En la emisora de Buenos Aires, quedan solos Pere Estupinyà y David.
—¿Te cuesta mucho mantener el equilibrio emocional? ¡Con tantas pesquisas! —le pregunta Pere Estupinà, fuera de antena—. De todas formas, te recomiendo mi libro sobre este...
—Para nada —contesta David—. Lo llevo en el ADN, ¿recuerdas? Si tengo problemas para conciliar el sueño... ¡me pongo la radio y listo! Oye, por cierto, ¿cómo es que salió despedida así Gemma Nierga? Era increíblemente simpática, tan cercana… como una amiga.
—Yo no sé nada. Esa no es mi parcela.
—Pero, hombre, algo habrás preguntado, ¿no sabes nada?
—Mi parcela es la ciencia —se planta Pere.
—¿Cómo nos hacéis esto? Nos hacemos amigos, era como una hermana, como una madre… Ahí estaba Gemma, en casa, llegabas y ella te hablaba… ¡y de pronto, zas! ¡Fuera!
—Perdona, yo creo que ni siquiera estaba trabajando en la radio —sigue justificándose Pere—. Estaba con mi libro, el que te digo… “El ladrón de cerebros”, sobre eso, la psicología… ¿No te suena?
—¿Perdona? No, hombre, no tengo nada que perdonar —se reconcilia con suavidad David, medio riéndose —. Es solo que… ¡Quisimos tanto a Gemma!
—Pues para eso, mi libro. Para la inteligencia emocional va genial, y con base científica. ¿Lo has leído? Y para lo de Gemma tengo otro, si todavía la echas de menos, que trata del sexo… —añadió guiñandole un ojo.
—Lo ojeé en la librería. Mucho nivel —reconoce David.
—¿El de la ciencia del sexo? —se anima Pere.
—No, el otro. ¿Qué insinúas? ¿Que tengo una fijación sexual con Gemma? ¿O que estoy muy necesitado?
—¿No se pueden elegir las dos repuestas? —Pere ríe abiertamente.
—¡Oye, no te pases! ¿Qué quieres? Para un vicio que tengo, la radio… ¡más inocente no puede ser!
—Un poquito estresado si te veo… —se atreve Pere, viendo el filón—. ¡Sobre todo desde que te dejó Gemma!
Los dos ríen, como si tuvieran una nueva complicidad.
—Vale, vale, vale… —se defiende David—. ¿Esas tenemos? Entonces, de lo de Julia Otero, ni te cuento…
—Mejor no digas ni mú… —le aconseja Pere.
—Eres peor que Freud.
La investigación de David Heredero
Desde lejos, con mucha antelación, David alcanzaba a escuchar los trinos de los pájaros. El presidente de la Fundación Freebird-Ciempiés vivía en una casita de una sola planta, rodeada por yucas y eucaliptos. Una mujer lo invitó a rodear el patio. Mauro Tribalio se hallaba en la parte posterior de la vivienda. Lo encontró inclinado sobre los comederos, dentro de una enorme jaula.
—¿Aquí es donde hacéis la rehabilitación de los pájaros?
—Aquí es donde empezó todo. ¡Nuestro gran proyecto! Ahora, gracias al testamento del señor Ciempiés tenemos una nueva sede. En breve, nos trasladaremos a su mansión.
—¿Hay algún ejemplar aquí en tratamiento? —se interesó David.
—El hospital de rehabilitación está ubicado en la provincia de Santa Cruz.
—¿Es difícil enseñar a volar a un pájaro nacido en cautividad?
—Todo se puede aprender.
David estuvo un largo rato informándose de las actividades de la Fundación. A la gente le gusta que uno se interese en sus preocupaciones. Mauro se veía concentrado, revisando los nidos, repartiendo equitativamente la comida.
—Usted, David, ¿realmente desea colaborar con la Fundación? —preguntó Mauro, sonriendo—. Tenemos un sistema de aportaciones voluntarias.
David tuvo que entrar directamente al grano. Ya le había hablado a Mauro por teléfono de sus objetivos. El viejo señor Ciempiés, recién fallecido, había dejado una parte de su fortuna a la Fundación Freebird. Y otra parte a sus descendientes.
—¿Es lo que busca, los descendientes? Ya se lo aviso. No los encontrará, no existen. El señor Ciempiés era soltero y no tenía hijos. Su única familia, por decirlo así, era un matrimonio paraguayo que le cuidaba y ayudaba en casa.
—Entonces, digamos que son una familia de acogida, no de sangre —puntualizó David.
—Digámoslo así. A ellos ya les ha dejado una cuarta parte.
—Si los hay los encontraré. Tendrán lo que les corresponde.
—No tiene que buscarlos. La familia paraguaya sigue viviendo en la Mansión Amarilla.
—Me refería a los otros
—¿Qué otros?
—Los descendientes de sangre.
—Espero que tenga suerte, señor Heredero.
—¿Él no hablaba nunca de su familia en España?
—Jamás. ¿De verdad cree que existe? El pasado era un tema tabú. Solo sabíamos que Ciempiés huyó al final de la guerra española.
—Voló como un pájaro asustado.
—No crea que no quiero ayudarle, si supiera algo se lo diría —dijo Mauro mirando a los ojos a David, y este tuvo el pálpito de que el naturalista era sincero.
—¿Me da permiso para investigar en la Mansión Amarilla?
—Sí, por supuesto. ¡Pero no la ponga patas arriba! Si él quería dar una parte a sus descendientes, nosotros también. Estamos muy agradecidos al señor Ciempiés. No olvide que la fundación Freebird se llama ahora Freebird Ciempiés.
—Es raro que dejara una cuarta parte a sus descendientes biológicos, en su testamento, pero luego no especificara quienes eran y dónde vivían.
—Se supone que muy lejos, en España. Aquí no los conocemos.
—Habló de su lugar de origen, de su familia…
—No pudo. Llevaba diez años arrastrando su Alzheimer. Ya en fase muy avanzada.
—¿Y antes de eso?
—Un hombre taciturno, muy reservado.
—¿No cantaba? —preguntó David.
—Freebird rehabilita pájaros, no personas —aclaró Mauro Tribalio.
La Mansión Amarilla lucía su aire colonial en mitad de una barriada tranquila y rosada. Las columnas blancas se erguían rodeadas por ficus y sicomoros. Un chico moreno y delgado le abrió la verja. Varios jóvenes se ocupaban de rastrillar el jardín. David se presentó a la familia que, al parecer, había trabajado para el señor Ciempiés muchos años. Estaba compuesta por la cocinera, una mujer simpática; el padre, que hacía de chófer; y, luego, un auténtico ejército de hijos, que se repartían el trabajo de la casa. En aquellos momentos, se afanaban para adecentar todo. Estaba previsto que la mansión se convirtiera en la nueva sede central de la Fundación Freebird, ahora Freebird Ciempiés, para el renacer de la naturaleza salvaje.
Bajo tanta actividad, había una nube de tristeza. Hacía pocos días que había muerto el señor Ciempiés, su benefactor. David sacó a relucir su experiencia. Antes de nada, se familiarizaba sin prisas. Después, iba deslizando las preguntas dolorosas con tacto, sin hurgar en las heridas de la familia. Por encima de la chimenea, colgaba el retrato de Gertrude Stein, que Picasso había pintado en París para la escritora estadounidense. En el cuadro, Gertrude tenía la textura rocosa de una montaña. David pasó los dedos por la superficie satinada. Era una lámina, una reproducción de calidad que simulaba el relieve del óleo. Interponiéndose, sobre la repisa de la chimenea del enorme salón, habían colocado una foto enmarcada del señor Ciempiés. En la foto, el cuerpo se encontraba dentro del ataúd, vestido con traje negro y corbata, las manos unidas sobre el pecho, sosteniendo un libro cerrado, de color rojo. Según la foto, el ataúd de mimbre se había expuesto en mitad de aquel mismo salón, rodeado de rosas y gente amiga.
—Discúlpeme, señor David. Tenemos mucho trabajo. Mire usted lo que quiera.
—¿Dónde tenía él sus papeles, en su despacho? —preguntó David.
—Ah, era tan ordenado…
Subió al despacho, que encontró completamente vacío. En las estanterías quedaban algunos libros sueltos, periódicos y revistas atrasadas. David avisó a la señora Morel, pero..
—¿No era tan ordenado?
—Sí, antes de la enfermedad. El último año se paseaba por toda la enterita casa, recortando papeles. Los dejaba, formando una pila, en una habitación a la mañana y los llevaba a otra por la tarde. ¡Qué locura!
Dándole la razón, por todos lados se veían papeles organizados en paquetitos pulcros, como pequeñas columnas cuadradas. Por arriba, estaban pintarrajeados con rayas amarillas y rojas.
—¿Y los libros? ¿Su biblioteca?
—Los hemos llevado al garaje. No sabemos qué hacer con ellos. Si le gusta alguno, lléveselo, por favor. Así nos ahorra trabajo. ¡Ay, tenemos tanto…!
David se pasó la mañana revisando libros en el garaje. Había todo tipo de temas. Muchos volúmenes ocultaban billetes antiguos, otros guardaban notas y facturas, anotaciones a lápiz. Nada que le pudiera ayudar. La familia lo invitó a comer, estaban poniendo la mesa en el jardín. El aroma del asado se extendía por todos los rincones. Sentados a una alargada mesa de madera, David contó hasta cuatro hijos y tres hijas, aunque les costaba distinguirlos. Se parecían todos, altos, muy estilizados, con grandes ojos cálidos y negros. Una niña era de edad considerablemente menor que el resto. David imaginó lo típico, el descuido de una pareja mayor, que recibe un buen día un regalo que no espera. La niña, con coletas, jugueteaba con el peluche de un puma, pintarrajeaba un cuaderno.
—¿Qué estás pintando?
—No es una pintura, es una carta. Para mi amigo el puma. Le gusta que le escriban.
Una familia amable, se les veía encariñados con el recuerdo del señor Ciempiés. ¿Recordaban algo que dijera, alguna alusión a España, a la región de dónde procedía?
Llegaron a la hora del mate, sin que David obtuviera ningún indicio útil. Solo obtuvo una pequeña porción de energía, al sorber la yerba mate, su fuerte sabor a campo. Recorrió el sótano. Había antiguos artilugios de labranza, herramientas de poda. Subió a las buhardillas, en lo alto de la casa. Escaló los altillos, atestados de ropas y zapatos, muebles desmontados y viejos marcos. En un rincón, había telas enrolladas. Eran reproducciones industriales, más láminas, más cuadros de Picasso. Por lo visto, era su pintor favorito.
Al finalizar la tarde, David se encontraba ya agotado, sin ideas. De verdad, el hombre había destruido todo su pasado, tal vez debido al curso de la enfermedad, quizá borrando rastros de forma inconsciente. David no conocía aún cómo funcionaba su mente, no encontraba resquicios para acceder a la psicología del viejo señor. Bajó al salón; las muchachas barrían.
Volvió a la zona de garajes, donde encontró al señor Morel, que le ofreció un cigarro. David le aclaró que no fumaba. Ni un solo cigarrillo desde hacía tiempo. Desde la separación, pensó. Un gran logro. Sin embargo, sin darse cuenta, había estirado la mano hacia el cigarro y se lo había llevado a los labios. Y, cuando Morel lo encendió con su mechero, David aspiró el humo profundamente. Hacía años que no repetía este gesto. Al fondo, había pilas de libros manchados de grasa. Echó un vistazo, incluían datos del mantenimiento de los coches, fechas de cambios de aceite, recambio de piezas. El señor Ciempiés quería tenerlo todo apuntado, hasta el más mínimo detalle, según observó Morel.
—Sí, excepto lo más importante —dijo David.
—...para usted… ¿No ha encontrado nada, señor David?
—¿Por qué cree que nunca hablaba de su pasado en España?
—Nunca me lo dijo. Quédese a cenar con nosotros, señor David. Ha sobrado mucha carne.
—No, gracias. Necesito despejarme. Todavía noto el jetlag.
—Entonces, tómese una cerveza —le ofreció Morel, alargándole una lata abierta de Quilmes.
—No bebo, gracias.
—¡Qué hombre tan sano! —bromeó Morel—. Vivirá muchos años. Como el señor Ciempiés.
—¿Qué edad tenía?
—Pues… ¿Infinita? ¿Enorme? No sé, más de 100 años, seguro.
Mientras fumaba, Morel cogió un libro marrón, para usarlo de posavasos.
David dejó su lata encima del siguiente libro, el ejemplar que quedaba ahora encima del montón. Estaba también encuadernado con un cartón pardo; tenía formato alargado. Dejándose llevar por el hábito, lo ojeó. Era un libro de cuentas, con anotaciones en tinta en las columnas del debe y del haber. Una letra legible, elegante, inclinada hacia atrás. ¿Hacia el pasado? Casi de inmediato, se detuvo en unas anotaciones. Apuró la calada y aplastó el cigarro por completo.
—¿Quién le llevaba las cuentas? —preguntó David
—Que yo sepa, nadie, él mismo. Le encantaba ordenar sus asuntos, era muy suyo, que yo sepa.
David llevó consigo el cuaderno marrón a un lugar donde pudiera examinar la contabilidad. Buscó una lámpara y, mientras permanecía de pie, analizó los asientos contables. Entre infinidad de gastos ordinarios, aparecía una constante.
No puede irse ahora, señor David, le pidieron. Ya estaban todos otra vez en torno a la parrilla, charlando con aire satisfecho. Llevaban botellas de vino y tajos de carne desde la cocina hasta el fuego del jardín.
—Esto le sentará bien para el agotamiento, señor David —descorcharon un vino de Burdeos a la salud del señor Ciempiés—. Directamente pescada en la bodega. ¿Vio algo interesante en los libros?
Había un asiento contable que se repetía todos los meses, manteniéndose durante varias décadas. En la columna del debe figuraba una cantidad fija, que no había variado, ni aumentado ni disminuido, con el paso de los años. De hecho, se había quedado ridículamente desfasada. ¿Enviaba dinero, una asignación fija a alguna cuenta? Ellos lo ignoraban, él nunca hablaba de dinero. Al menos con ellos. Los trataba bien, con generosidad. Todos brindaron por el señor Ciempiés, con mucho respeto.
Al marchar, David pidió permiso para llevarse el libro de contabilidad. Podría acudir por la mañana al banco y pedir la información sobre los movimientos de la cuenta, utilizando algún truco de su chistera. No sería fácil, los bancos saben bien cómo guardarse información, cualquier mínima brizna, para su propio beneficio. No dan nada gratis. Al cruzar el salón en dirección a la puerta, David tomó en sus manos la foto del cadáver de Anselmo Ciempiés. La faz, tomada por la muerte, se veía increíblemente serena.
—¿Cuándo lo enterraron?
— ¡Ah! ¡No! Si es que no… ¿verdad? Todavía no... —murmuró Morel, y continuó aclarando su mensaje—. En realidad, no lo hemos enterrado todavía.
—¿Y esta foto?
Él era así, le respondieron. Lo planificaba todo. El señor Ciempiés compró el ataúd de mimbre, se puso el traje negro, encargó las flores y les pidió que hicieran las fotos. Les señaló hasta el ángulo y el punto exacto donde debían ponerse... ¿Que si era ordenado, dice usted?
—Algunas personas he visto así —reconoció David—. Planifican su propia muerte para ahorrar molestias a la familia.
—Así era él. No le gustaban las sorpresas.
—Un controlador, ya lo veo. No dejaba nada atrás, ni un cabo suelto.
—Ni atrás ni adelante. Ya verá como sigue controlándolo todo, amigo.
—¿Dónde está entonces?
—Todavía en el depósito. Le están practicando la autopsia. Cuando devuelvan el cuerpo, seguiremos todas estas instrucciones en el funeral.
—¿Qué libro se colocó en el pecho? Me imagino que lo elegiría con cuidado. ¿Dónde está esta ropa y todas las cosas que aparecen en la foto?
— ¿Ese libro rojo? —preguntó el señor Morel.
—En su dormitorio, ya planchada toda para cuando llegue el señor —dijo la señora Morel, que pasaba llevando más platos al exterior—. Bueno, lo que quede.
David subió escaleras arriba, saltando los escalones de tres en tres. En el dormitorio, sobre la cama lisa, cubierta por una colcha blanca, estaba el traje. Nada más. Ni rastro del libro. ¿Por qué quería enterrarse con un libro? Lo buscó por toda la casa, quedándose sin cena. Toda la familia lo llamaba desde el patio. Literalmente, David registró cada hueco, levantó cada alfombra, llenándose los ojos de polvillo. Medio desmayado, tomó su ciclomotor. Se acercó al hotel. Necesitaba su ducha caliente. Tras visitar el banco, al día siguiente regresó a la Mansión Amarilla.
—¿Le han ayudado en el banco? —preguntó el señor Morel, dando brillo a la carrocería de un flamante Ford.
—Me han prometido que tal vez consigan algo, que sí, que puede que me den algún dato, siempre que rellene una solicitud. Nada concreto. El buen hombre, su señor Ciempiés, sacaba el dinero, iba a correos y emitía un giro postal. Cada lunes.
—Pues pregunte usted en la oficina de correos. Está aquí al lado, muy cerquita.
—Dígame, cómo fueron sus momentos finales, ¿cómo murió? ¿No se despidió?
—No pudo. Murió sólo en una habitación. Cayó redondo, se desplomó. Llevaba varios pesados volúmenes encima. Los trasladaba de una habitación a otra. Sus viajes, sus cosas. Tropezó y cayó escaleras abajo. Su corazón estaba, ya por entonces, tan débil como sus piernas. Ahí lo vimos, después, todos los libros abiertos, unos boca abajo y otros de pie aún, a su alrededor. Él lo sabía, o parecía saberlo. Muchos billetes flotando, volando alrededor.
—¿Qué sabía?
—Que se iba. Movía los labios.
—¿Qué decía?
—No, pues nada. Nada comprensible. Ya no se oía nada. Mi mujer llegó la primera. Le dio un beso en la mejilla.
—¿Qué hizo él? ¿Le dio un beso a su mujer?
—No, yo se lo di a él. ¿Él? Nada —dijo la señora Morel—. Me miró, comprendió el beso. Sí, le gustó...
—¿No dijo nada?
—Pues no. Nada. Estaba musitando algo, como “mi gozo, mi gozo…”. ¿Se imagina? ¡Cuánto bien puede hacer un beso! Era tan bueno que sentía gozo hasta cuando se iba a morir. Gozaba con nosotros —dijo el señor Morel.
—¿Conservaba algún acento concreto de España?
—Pues sí que lo conservaba.
—De dónde.
—De España entera. Hablaba muy bien.
—¿Seseaba?
—Sí, se aseaba mucho. Era muy limpio el señor Anselmo.
Al despedirse de todos, David dejó una generosa propina, a cuenta de la Agencia Midas. No quisieron cogérsela, todo lo hacían por cariño al viejo señor. Se pasó por el cuarto de la pequeña Davinia Morel, para despedirse.
—¿Has terminado la carta a tu puma?
—Sí, ahora escribo otra?
—¿A quién?
—Al señor Ciempiés.
—Ah... ¿Es bueno contigo?
—Mucho. Se ha ido al hospital, pero volverá mañana.
—¿Quieres que le lleve la carta?
—No, ya tiene aquí el sello y su nombre.
La niña estaba escribiendo con sus lápices de cera en un sobre amarillento. En el sello se veía una cara familiar, el rostro del general Franco.
—¿Lo ves? Aquí lo pone: Señor Anselmo Ciempiés.
—¿De dónde has sacado esta carta? —preguntó David.
—Estaba dentro.
—Dentro de qué.
—Del libro del señor Anselmo. Estaba en el dormitorio.
—¿Era de color rojo? ¿Me dejas ver la carta?
El sobre estaba en muy mal estado, le faltaban grandes trozos. El matasellos solo conservaba fragmentos de esas líneas circulares y onduladas que estampaban en las oficinas de correos españolas. Le faltaba casi todo el remite. Era legible solo en una parte, donde se leía “Calle Alta, número 7”.
—Recibía muchas cartas el señor Ciempiés.
—No, solo esta. Un día me la leyó.
David miró en el interior del sobre. Faltaba la carta. ¿Y qué hizo con ella?
—¿La has visto? — preguntó David.
—Él siempre la guardaba en su libro. Era su libro favorito. ¿Te enseño el mío?
—Sí, ahora. Primero quiero ver el suyo. ¿Dónde está el libro?
—¿El rojo?
—Sí.
—Un poco solo. Estaba sucio. Ya no lo tengo. Lo he regalado.
—¡Madre de Dios! ¿Y a quién se lo has regalado?
—A mi amigo.
—¿Qué amigo? Dime dónde vive...
—Ahí —respondió la niña señalando una casa de cartón, bajo la ventana de la habitación.
—¿Ahí vive tu amigo?
—A veces.
—¿Pero quién es tu amigo?
—El señor Puma —dijo la niña, mientras David buscaba en la casita de cartón, que estaba vacía por completo, a pesar de que David la zarandeó a fondo.
—¿Dónde está ahora?¿Dónde vive tu puma? ¿No vivía aquí?
—Se ha ido al cole. Se habrá llevado su libro
—¿Se habrá llevado su libro?
—¡Claro, él tiene que aprender! A lo mejor lo llevaba en su mochila, escondido. ¿Sabes que le gusta mucho leer?
—Sí, ya me lo has dicho. ¿Dónde está su cole?
—Va al mismo cole que yo. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con su maestra?
—¡No puede ser! ¿Se ha ido el solito? —preguntó David, impacientándose.
—A veces se va por allí —se apiadó la niña, dándole una pista.
Debajo de la cama, entre muñecos y peluches arremolinados, estaba el libro. La cubierta, en cuero rojo, muy agrietado, sucio. Dentro, apareció una hoja manuscrita, tan deteriorada como el sobre. Los pliegues, muy marcados, la cubrían de arrugas paralelas irregulares. Era un texto breve, trazado a lápiz, muy desgastado, escrito sobre un trocito de papel recortado, pautado con las líneas típicas de los cuadernos escolares: “Querido Anselmo, el niño está bien, crece muy fuerte y sano. Ha pasado varias fiebres, viruelas y sarampión, pero como si nada. Cuídese usted mucho. Quede con Dios”. Buscó hasta en las bolsas de las aspiradoras, pero no encontró ningún trozo más de la carta . ¿Quién había recortado la carta?
—Los tres.
—¿Qué tres?
—Yo, el señor Anselmo y mi amigo el Puma. ¡Mira! Ya ha vuelto del cole… —añadió ella sacando al peluche Puma de debajo de la cama, por sorpresa.
Al bajar al jardín, David se sentó junto al matrimonio Morel, que escuchaba plácidamente los grillos. Se sirvió él mismo una copa de vino.
—Salud, Don David —le deseó la señora Morel—, creía que no bebía usted. Me lo ha dicho mi marido.
—¿Saben si el señor Anselmo tenía algún hijo en España?
—Cuando llegó a Argentina, se bajó del barco y estaba solo. Eso nos contó. Solo traía una maleta amarilla, nos dijo. Él y la maleta.
—¿Por qué le gustaba tanto el amarillo? ¿Qué llevaba en la maleta?
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