martes, 27 de julio de 2021

UN DÍA PARA VIVIR: una novela de podcast 2

 

Podcast 2. Volver al pueblo en tiempos de pandemia 

https://cadenaser.com/programa/2021/01/24/a_vivir_que_son_dos_dias/1611490621_710074.html

24/01/2021. Un reportaje de Valentina Rojo y Bru Rovira.


Suena Leonard Cohen, el penúltimo vals, una despedida nostálgica, la voz rota. Se oyen los ruidos de una cafetería, en la que entran clientes. 

—¿Dónde estás, Bru? —pregunta Javier del Pino.

—En París. He venido en tren desde Figueras. 

—¿Un París distinto?

—Todo muy duro, muy agresivo. La gente tapada. Las calles sin vida. Imagínate, yo que vengo de un pueblo del Ampurdán, donde paseamos sin mascarillas. 

—Vamos a nuestro objetivo, reencontrarnos con la España vacía —reconduce Javier—. Mucha gente se aleja de la ciudad y busca relaciones más humanas.

—Aquí, en el pueblo, hay gente que ha roto totalmente con la ciudad. La iniciativa parte de twitter, es una iniciativa de un chico catalán.

—Este chico pone en contacto a pueblos en riesgo de desaparición con gente que quiere regresar a la vida rural.

—Exactamente, Javier. Casi funciona como una agencia de colocación. Si hay una panadería sin panadero, alguien puede venir aquí, emplearse como panadero. Si hay una vacante en correos...

—¿A quién vamos a conocer hoy? 

—Una mujer. Analía. Llegó hace unos meses, ella nos cuenta cómo fue. 

—Vivía en Figueras, pero buscaba otra cosa —suena la voz de Analía, la de una mujer de mediana edad—. Yo quería huir de la ciudad. Era una necesidad, una urgencia, como si estuviera a bordo de un barco que se está hundiendo. La gente, yo la veía cada vez más agresiva, ¿sabes? 

—Esto está muy lejos. Una carretera llena de curvas.

—Llamé al ayuntamiento, buscando un trabajo, pregunté qué posibilidades había. Sí, había trabajo. Y todo lo demás, lo que yo buscaba, internet, alojamiento… Todo que sí. Me dieron muchas facilidades. Y me vine. Sin más. Salió rodado.

—¿Qué has montado?

—Un todo en uno. Una cafetería y tetería que también acoge gente, tertulias, club de libros, galería de pintura…. Otro ritmo, más creativo. 

—¿Qué hacías antes?

—Antes era diseñadora web, hacía anuncios para una empresa editora, vivía acelerada, pegada a la pantalla.

—Estás feliz. 

—Maravillosamente. Ya tengo 40 años. Necesitaba otra cosa.

—¿Hasta cuándo piensas quedarte? 

—Hasta que la niña sea grande.

—Ya te veo adaptada, tienes las mejillas rojas, como Heidy —opina Bru, y Analía ríe en las ondas, mientras Bru sigue hablando en directo con el presentador—. El pueblo ahora vive del turismo, Javier. Antes vivían del contrabando. Había sobre todo segadores y esquiladores.

—Me dicen que ahí llegó un visitante ilustre —reconduce Javier. 

—Sí, un jovencísimo Picasso. Entró por la carretera de Berga y salió meses después en dirección a Francia. Todo esto nos lo cuenta el alcalde Esparragot, que tiene una carpintería y es también el dueño del bar, además de otras ocupaciones. 

—Sí, esto es lo que nos hace falta —interviene la voz áspera del alcalde—. Gente emprendedora que venga y quiera trabajar, aportar algo. Que monten una tienda, una panadería, un café. Ojalá se queden para siempre. Antiguamente, los segadores y esquiladores eran los oficios del pueblo. En primavera se iban a la Cerdanya, por Lleida y por ahí, y terminaban en Andorra o Cerdanya, desplazándose por todo el Pirineo. 

—También había contrabandistas —apunta Bru Rovira.

—Sí, pero esto del contrabando lo hacían… ¡todo el año! 

—¿Qué cosas vendían?

—Trapicheaban con la lana. Siempre que no hubiera nieve…

—Quedaba lejos Francia.

—¡Y bien cuesta arriba!

—Un duro trabajo, contrabandista.

—Muy sufrido —confirma el alcalde Esparragot—. También subían y bajaban con tabaco, piedras de encendedor y neumáticos…

—Madre, qué sufrimiento, qué dolor para subir esto por la sierra. Sería en la posguerra… ¿no? 

—Sí. Tiempos muy duros. 

—¿Y el Picasso?

—Eso fue mucho antes. Venía un poco enfermo. Aquí tuvo un período muy fructífero.

—Y aquí es donde hace el cambio al cubismo.

—Sí, totalmente influido por los tejados ocres de Gósol. Así se titula una obra de entonces, Los tejados de Gósol. 

—¿Hizo muchos cuadros?

—Más de trescientos. 

—¡Vaya, cómo le cundió! ¿Cómo se los llevó?

—Cuando llegó a Gósol, Picasso vino acompañado por su novia; ambos venían montados en dos mulas. Cuando se fue, le tuvieron que prestar muchas más mulas para transportar todos los cuadros. 



Analía de Bethancourt


Llegó ya de noche. Bajaron del coche ella y la niña, lo dejó apartado en la cuneta. Vieron toda la montaña que subía, cubierta de nieve, hacia las nubes. En mitad de la ascensión, se abría el pueblo, marcado por las luces de las farolas. Olía a frío, las dos se abrazaron.

—Mamá, ¿puedo buscar setas? 

—No. Si no se ve nada. Vamos a buscar dónde alojarnos. 

Al llegar a las afueras del pueblo, volvió a aparcar en un llano. Se adivinaban casas aisladas a ambos lados. Algunos metros más arriba, el núcleo del pueblo se alzaba, presidido por un campanario más prominente. 

La niña estaba cansada y quería dormir, orinar y cenar, tenía ganas de todo a la vez. Con la niña de la mano, Analía se apartó de la cuneta para que orinara protegida por una valla de piedra. Era la linde de un caserón que se erguía al final del sendero. Los tejados inclinados, la fila de pinos que guarnecía la entrada, la serenidad de la piedra. Algo de aquel aire familiar, una sensación de cariño hacia el lugar, el mismo frío pegado a los muros, todo ello la atrajo. Se acercarían a ver qué tal. No parecía habitada, no había luz en ninguna ventana. Los postigos de madera estaban cerrados, excepto uno que se balanceaba, empujado por la brisa nocturna. 

Rodearon la casa, con la niña suspirando, moviéndose como si hubiera que arrastrarla. No aguantaría demasiado. Analía tuvo que subirla en brazos. Ella también se veía cansada. No sabría decir qué fue lo que la impulsó. Presionó una de las puertas, en un lateral de la casa. ¿Qué la guiaba? ¿La puerta misma, tal vez, su blandura? La puerta cedió con facilidad. Dentro, los muebles estaban tapados con sábanas blancas. Quietos sobre las tablas del suelo, los muebles de piel blanca parecían grandes vacas dormidas. Dejó a la niña con cuidado sobre un sofá. Ya se había dormido, apenas había dado dos o tres pasos. Atrapada en el sueño, ahora había olvidado el hambre. Respiraba a un ritmo pausado. Analía encendió el móvil para buscar una manta. Abrió un armario, encontró un amplio montón de mantas dobladas. Se acurrucó junto a su hija, para darle un poco de calor. Durante unos minutos, descansarían y pensarían qué hacer. No pensó que también ella se quedaría dormida, olvidaría el hambre, olvidaría las horas del día, pero olvidaría solo en parte.

Por la mañana, los pájaros entraban a través de las ventanas abiertas en la planta superior. Por allí, también penetraban el agua de lluvia y las ráfagas de viento. Los muebles se veían deteriorados y las sábanas que los cubrían aparecían desordenadas, amontonadas en un rincón. Para desayunar, sacaron del bolso unos snacks y los sándwiches de la gasolinera, sentadas en los escalones de la puerta principal. No podían arriesgarse a que alguien las sorprendiera dentro. 

De día, la casa lucía completamente distinta. Tenía el tejado marrón, los muros cubiertos de pintura ocre y las ventanas enmarcadas por una gruesa franja amarilla. Las vallas que delimitaban el amplio jardín parecían haber estado, en su tiempo, pintadas de amarillo. Ahora la superficie cruda de la madera predominaba, mientras la pintura amarilla se iba deshaciendo en copos, que casi podían verse caer si uno miraba con detenimiento. La sensación de la noche persistía. Algo familiar, remotamente escondido en su mente. Un cierto velo de dejà vu.

—¿Esta casa es nuestra ya? ¿Ya para siempre?

—No sabemos quién vive aquí, hija mía. ¿Te gusta? —preguntó Analía y la niña asintió.

—¿Hay setas venenosas? 

***

Una vez en el pueblo, Analía tomó un café antes de dirigirse al ayuntamiento. Llegaron andando, después de aparcar el coche un poco mejor, a la luz del día, en la vereda que conducía a la Casa Amarilla.

—¿Dónde puedo encontrar el ayuntamiento?

—Aquí mismo, delante de usted lo tiene —le dijo el camarero, un hombre voluminoso de pelo ensortijado, que llevaba tirantes para sujetar los pantalones bajo el mandil blanco.

—¿El ayuntamiento y el bar están juntos aquí? —preguntó ella, divertida—. ¿Es por ahorrar?

—No, es que yo soy el dueño del bar, pero también soy el alcalde —ella seguía mirándole, cada vez más divertida, él le recordaba un pierrot entrado en carnes, vestido con rayas azules, bien barbado, patilludo, le recordaba también a un actor francés de comedia… y no podía recordar bien su nombre… 

Ella no parecía tomarle en serio. El hombre se llevó el platillo y el ticket del desayuno. Cuando regresó con la vuelta, no era el mismo. Un traje algo demodé, todavía presentable, le oprimía el abdomen. El señor del traje le tendió la mano.

—Adrià Esparragot. Alcalde de Gósol

—Ah, ¡ya veo! Encantada, ahora que lo veo bien, discúlpeme. No pensaba…

—Disculpas aceptadas, mujer —contestó el hombre—. ¡Sin rencores! Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

—Quiero vivir aquí... ¿Lo ve factible? ¿Ofrecen ayudas? 

—¿Por qué no iba a ser factible? En este caso, la acompaño a las oficinas y la informo como Dios manda —el alcalde indicó a un muchacho que ocupara su puesto tras la barra.

Después de mostrarle en el ordenador de la oficina las casas vacías que podía alquilar, Analía indicó varias que eran de su gusto. Pensó en decidirse por una, para empezar con las visitas.

—Y qué negocio quiere poner, si ya tiene ideas.

—Una cafetería.

—No me dirá ahora que me va a hacer la competencia —protestó malhumorado el señor alcalde.

—Yo quiero la Casa Amarilla —dijo la niña. 

—Y yo, niña guapa. ¿Cómo se llama esta preciosidad? 

—¿Yo? Paloma —el alcalde le acarició el pelo y le dio un besito en la mejilla.

—Ya conocéis bien el pueblo, por lo que veo. ¿Habéis empezado a explorar?

—Ah, no. En absoluto —se justificó Analía—. Pasamos ayer por delante y nos resultó familiar. Bueno, mejor dicho, ¡peculiar! ¡Esas ventanas amarillas!  

—Normal.

— ¿Ah, sí? ¡Qué curioso! ¿Todas las casas están pintadas de amarillo?

—No, no. Hay de todo. Pero es normal que le resulte familiar. A todo el mundo le pasa. Sale en muchas fotos. Fue una de las que pintó Picasso, ¿sabe usted?

—Picasso. ¿El pintor?

—¿No conoce la historia del pueblo? 

—No sé porqué, pero algo me dice que usted va a contármela. 

—¿Por qué no? Ha topado con la persona idónea. Yo también soy pintor. Puedo explicarle cómo le influyeron los tejados rojos del pueblo. Hasta entonces, hasta llegar aquí, solo había azules y rosas en la paleta de Picasso… Por cierto, ¿dónde han dormido ustedes?

***

Al principio, la familia de Analía de Bethancourt, no muy numerosa, pues estaba compuesta por ella y su hija Paloma, se alojó en una fonda con derecho a desayuno. Era muy cómoda para visitar las posibles viviendas, fueran apartamentos turísticos,  casas reformadas para el turismo en el centro del pueblo, o masías más amplias en el campo. La niña seguía empeñada en la Casa Amarilla. Todos los días se pasaba por el descuidado jardín para recoger margaritas, ramilletes de romero y tomillo. No tenía un propietario reconocido, o al menos localizable, así que el ayuntamiento se encargaba del mantenimiento, cuando se podía. Un día que andaban por allí Analía y Paloma, dando un paseo, se toparon con el señor Esparragot que venía en bicicleta. Venía a repasar los cerrojos, para que no se colaran las okupas.

—¿Hay muchas?

—Sí, muchísimas. Lo peor es que todos los días intentan entrar.

—¿Cómo?

—Se pasan la noche mordiendo la puerta, hasta que la rompen. O se suben por el tejado y se meten por un agujero.

—¿Quién puede ser tan salvaje para hacer eso?

—Pues las comadrejas y las palomas. Unas muerden las puertas y otras se suben al tejado.

—¿Yo no puedo entrar? —preguntó la niña.

—Tú sí, claro. Eres una paloma especial. 

—¿En qué se nota eso?

—No sé. ¿En que tienes más privilegios? Mi hijo ya tiene veinticuatro años. Nunca he jugado a nada con él, que no sea cuidar ganado o barnizar maderas. Me pillas en fuera de juego.

—¿No le gustaba jugar? ¿Nos dejará vivir aquí? 

—Tendréis que presentar un proyecto de viabilidad al Ayuntamiento, Paloma. Son las normas —el alcalde no se atrevió a negarse, ante la mirada de Analía, de brazos cruzados frente a él. 

—Vale. Voy a empezar a pensar en ello —prometió Analía. 

—¿Lo quieres listo para mañana? —le preguntó Paloma al alcalde—. ¿Te lo tenemos que llevar al bar o al otro sitio?


Analía se tomó en serio el ofrecimiento, tan en serio como Paloma. Abriría un salón de té ecológico, con libros y gatos. Harían tertulias literarias, tendrían un salón para charlas y conferencias sobre remedios naturales, basados en las antiguas recetas de infusiones, las que habían pasado de generación en generación, las que usaban los pastores para aliviar sus dolores en mitad del invierno. 

Cuando Analía llevó el proyecto al ayuntamiento, una casa céntrica, no tuvo que esperar demasiado. El alcalde no estaba disponible, estaba trabajando en su carpintería. Pero podía dejar el proyecto en el registro. La administrativa lo depositó en una estantería llena de archivadores. En cuanto el alcalde esté aquí, le echaremos un vistazo, prometió. Luego, habría que votar en el pleno. ¿Serían muchos los miembros que tomarían la decisión? Cuatro o cinco personas, contando con que llegara a tiempo el señor Michavila, que vivía en el monte.

Al cabo de unas semanas llegó a la finca de la Casa Amarilla un técnico de urbanismo, que husmeó las vigas, midió los terrenos y observó los montículos de tierras, llenos de pizarra, que llegaban desde la montaña, como las olas de una playa. Puso cara de póker, arrugó los ojos, apuntó en su libreta. No dio buena espina a las dos aspirantes a convertirse en arrendatarias.

—Le gusta la casa así, como está —le presionó la niña—, ¿verdad que sí?

—La verdad que no, no mucho. ¿Duele si soy sincero? Está totalmente hecha una ruina —dijo el técnico—. Lo siento, no quería decirlo. Pero como me has preguntado… ¿No quieren saber la verdad?

—Por favor, reconsidérelo —le propuso Analía.

—¿Les puedo decir lo que pienso? Corren peligro viviendo aquí. La casa es vieja y podría derrumbarse en cualquier momento.

La niña se le quedó mirando al hombre. A él no parecía afectarle lo más mínimo. Realmente, ni se inmutó. Tomó su vehículo todoterreno y agarró la puerta. Sin volverse les gritó que tuvieran cuidado con los pinos. Se inclinaban peligrosamente hacia la casa. Habría que talar esos dos o tres, los más arriscados, esa era la verdad. Luego, puestas las cartas sobre la mesa, el tipo desapareció de sus vidas. Volvería a aparecer, sin duda, bajo la forma de un informe, una firma, una negativa. Toda la verdad, bien certificada con un sello oficial. La niña se abrazó inquieta a la pierna de su madre.

Durante un tiempo, Analía se dedicó a pintar las habitaciones de la planta baja. Protegida con un mono amarillo y un mandil morado, rascaba las grandes láminas de pintura vieja, que se desprendían a tiras, como la camisa de una serpiente. Entonces, notaban que la casa se desperezaba y lo agradecía, sintiéndose más ligera después de la limpieza de cutis. Fue una de las primeras señales de que respiraba, de que sentía agradecimiento por los cuidados. Sin embargo, ni Analía ni Paloma llegaban a los techos, aunque recurrieran a la ayuda de una vieja escalera de madera.

Por la noche, las vigas de roble crujían en los techos. De día, los suelos crepitaban, seguramente debido a los estiramientos de las tablas. A mediodía, las contracciones se volvían rítmicas, como si quisieran parir una nueva vida. Seguramente, era la dilatación producida por el calor. La estructura ósea de la casa, compuesta por las vigas de madera, parecía ya a punto de caducar, extenuada bajo los recubrimientos de yeso. En el fondo, Analía lo reconocía, se identificaba. Ella también notaba dolores óseos y articulares, sobre todo cuando más relajada se encontraba, por las noches, tendida en la cama. Era la misma sensación dolorosa, de fatiga de materiales. El perito, con su frialdad, con su experiencia, había hecho el diagnóstico médico oficial, ni más ni menos. Y el mismo diagnóstico era válido para las dos.

Un día, Analía subió a la escalera de madera con unas botas altas, que en Figueras usaba para salir de noche, con su minifalda Mary Quant plisada, moda sesentera. Ahora parecía Frankenstein, con las gruesas botas y el mono de trabajo manchado de pintura y yeso. Mojaba la escoba en el cubo, dejando que el veneno antitermitas empapara la tela del escobón. Nada más empezar, se le cayó medio bote encima del pelo. Por suerte, llevaba una bolsa de plástico y unas gafas protectoras. 

Durante algunas semanas, estaría segura, las termitas ya no la invadirían. A veces, cuando tomaban el brunch sobre las toallas colocadas sobre el césped, las hormigas mordían con fuerza sus pantorrillas. Ahora, morirían al contacto con el insecticida. Por la noche, se arrancó una tira de piel de los antebrazos, dejando un trozo descubierto de carne rosada. Se aplicó una crema corporal; no tenía ganas de ir al ambulatorio.

Su hija la cuidaba. Le extendía la crema por las piernas, también magulladas por las labores de desbroce del jardín. Esta parte del trabajo, aligerar el jardín de pinchos y cardos, quedó a medias, interrumpida. Con dejar un huequito para el mantel y las toallas sería suficiente. 

Otro día se puso a curar las vigas de la cocina. Ya había adquirido la habilidad de retirarse cuando el chorreón bajaba en vertical. Lo dejaba chorrear hasta el suelo. Allí haría su efecto, envenenando a las hormigas de tierra y las arañas que circulaban. 

—Buenos días —la saludó el señor Adrià Esparragot, el alcalde, ataviado de artesano carpintero—. ¿Me reconoce así?

—Claro que sí, ya los voy conociendo bien a todos.

—¿A todos los del pueblo?

—No, a todos sus oficios. Alcalde, camarero, carpintero...

—Entonces, ya ha conocido al perito. ¿Qué hace aquí todavía? ¿No ha recibido los informes? —preguntó el alcalde—. Esto no es habitable. ¿Dónde se alojan ustedes?

—¿Qué perito? Tengo un apartamento en el monte —mintió Analía—. Y mi niña se ha hecho perita en plantas del bosque. 

—No me diga. 

—¿Y el suyo? —le preguntó Analía—. ¿En que está especializado? ¿Es perito en lunas?

—No. Bueno sí. En lunas de cristal y en estructuras de madera. 

—¿De verdad? Pues ese hombre tenía muy mala pinta. ¿Estará enfermo? —preguntó Analía. 

—Es verdad. Tenía muy mala planta —confirmó la niña.

—¿Conque no le conocían? Parece que se han fijado bien en él. 

—Yo sí. Soy perrito —contestó ella.

—¿Perrita, no? ¿Y no les da vergüenza meterse con él de esa forma?

—Él nos pidió que fuéramos sinceras —se excusó la niña.

—Sinceramente, señora Analía —dijo Esparragot—. ¿Pero por qué se molesta con esta ruina? ¿No ve que se le va a caer encima, mujer?

—Le he tomado cariño —dijo ella, bajando de la escalera para descansar un rato.

—Hay cosas mejores para tomarle cariño —le guiñó el ojo él—. ¿No le parece? 

—No veo ninguna mejor por aquí —respondió ella con sequedad.

—Bien, déjeme esa escoba.

Esparragot subió con su vestimenta marrón currante y frotó con vigor todas las vigas del techo. Ellas se apartaron al pasillo. Las gotas salpicaban sobre las gruesas manos del hombre pero no parecían hacer mella. Cuando bajó, se quitó la gorra y se frotó el cráneo, bien liso, y extendió las gotas hacia atrás. A ver si ahora crece algo, bromeó. Este terreno está bien muerto, rió. La niña le preguntó por qué tenía la barba tan larga. 

—Lo que me falta aquí arriba, en la cocorota, se me ha caído abajo, a la barbilla —dijo él, acariciándose la pelambrera de la barba—. Mis pelos tienen espíritu viajero, me parece a mí. 

—Gracias, señor Esparragot —le sonrió Analía, aunque con desgana—. ¿Por qué me ayuda, si se oponen a mi proyecto en el Ayuntamiento? 

—Ahora no soy el alcalde, soy Adrià, su vecino —explicó él. 

—¿Hoy no es alcalde? —preguntó la niña—. Yo tampoco soy ninguna niña.

—¿A qué están jugando? —preguntó Analía.

—¿Por qué está siempre de mal humor? —le preguntó Esparragot—. ¿Tú lo entiendes, niña?

—¡Que no soy ninguna niña, hombre! ¡Soy perrito en lunas!

***

Esparragot solía acercarse por las mañanas y les traía pan y provisiones, sobre todo embutidos de una tienda gourmet que habían puesto en el centro del pueblo, hacía poco tiempo. A la niña le gustaba mucho el fuet. Lo ponía sobre la tablita de madera y ella misma se cortaba sus rodajas con un cuchillo de cortar queso. Las hacía rodar por el mantel antes de pincharlas y echárselas a la boca. Una tarde, Esparragot se trajo a su hijo, que llevaba una desbrozadora. En pocas horas quedó una amplia explanada libre de matojos. Se hicieron entonces visibles, hacia los lados de la explanada, los restos de piedra de las jardineras. Una de las habitaciones más grandes de la planta baja se abría hacia el jardín, mediante una puerta acristalada y un amplio ventanal. Después de la limpieza, la sensación de espacio ajardinado las transportaba al palacio de Versalles.

—¿Conoce usted algún carpintero, Esparragot? Me gustaría poner aquí unas mesas rústicas de madera de pino, para servir café y tostadas.

—Yo soy carpintero. No tiene que buscar más. 

—¿Cuánto me llevaría?

— No puede gastarse el dinero para este proyecto, no tiene usted los permisos, ni podría hacerle facturas. 

—¿Cuándo, entonces?

—Está perdiendo el tiempo. 

—Podría ir a comprar mesas de plástico a una gran superficie, pero no me apetece nada el plástico. Tómense un té verde, Esparragots, y verán que no es mala idea la tetería.

Esparragot padre y Esparragot hijo regresaron a sus ocupaciones en el pueblo, tras endulzar el té con cinco o seis cucharadas de azúcar. La niña les miraba echar paletadas de azúcar con expresión de asombro. Su madre no la dejaba más de una. Jamás.

—¿Dónde se alojan ahora, Analía? Me dijeron en la fonda que dejaron la habitación.

—Nos gusta probar sitios distintos —disimuló la niña, bien aleccionada—. Explorar...

Un sábado las dos se vistieron de gala, con sus vestidos más floridos, estampados con una explosión de cuadrados verdes y líneas chillonas, salpicaduras rosas y flores de neón sobre tonos crudos. Por delante, en la tiranta del dedo gordo, las sandalias iban adornadas por una margarita grande de terciopelo. Se peinaron ambas igual, con una badana blanca de lunares. Desayunaron en el bar de Esparragot, “La Herrería de Picasso”, recibiendo el sol en la terraza. No hubo problema para elegir. Los cruasanes tostados con mantequilla las llamaban a gritos. Al mojarlo en la leche de cabra, el cruasán se deshacía a medias. La mitad de la miga caía en el vaso y la otra mitad llegaba a la boca, deshaciéndose en hebras jugosas. 

La niña engullía con ganas, después del paseo desde la Casa Amarilla. Dejó su manojo de espigas silvestres y margaritas sobre la mesa del bar. Estaba inspirada. Demostró que tenía mano para la decoración, adornando un servilletero con las flores como si fuera un jarrón. Ordenó los saleros, formando una galería. 

—¿Te parece bonita?

—Parece una galería de pintura acristalada.

Analía probó unas delicatessen que les encantaron, una fuente surtida de pavo trufado, lomo ibérico y queso ahumado al romero. Esparragot les indicó donde estaba la tienda, muy cerca, al volver la esquina, bajando la calle estrecha. 

—¿Qué celebramos hoy, mamá? —preguntó la niña.

—Nada. Estamos haciendo un casting de embutidos.

—¿Para una película?

—Para una tetería.

—Entonces… ¿no deberían ser embutidos vegetarianos?

Era un pequeño colmado. Una chica elegante de una edad similar a la de Analía las recibió con amabilidad. Ella también estaba separada, había llegado hacía unos meses desde Castelldefels, con sus dos niños, y se había enamorado del lugar. Antes, se dedicaba a labores de azafata; por la noche servía copas, tenía que hacer de todo para salir adelante. Ahora se la veía satisfecha, con su pequeña tienda, con su mostrador de cristal, donde lucían orgullosos los cortes de la mortadela, los quesos y los fuets. Analía le explicó sus planes de poner la tetería ecológica. Necesitaba viandas para los desayunos y las meriendas. ¿Tenían todos los productos en versión vegana? Por supuesto que sí, faltaría más. La tendera ex-azafata, con sus gestos de altos vuelos, les ofreció probar la butifarra de espinacas y las salchichas de acelgas, que eran muy jugosas. El fuet de tofu se les hizo un poco bola. Había trabajado para Ryanair y Vueling, tenía muchos contactos. Vendía partidas selectas a clientes de los Emiratos Árabes, que también evitaban la carne. Si deseaban encargar bollería, la azafata le recomendaba una panadería ecológica; la llevaba una chica de Barcelona.

Ascendiendo hasta la parte alta del pueblo, llegaron a la panadería. Tocaron la campanilla; no salía nadie. Sin pretenderlo, pasaron hacia dentro; se hallaban en la zona de trabajo: largas mesas de mármol, rodeadas por sacos de harinas integrales. Las briznas y cascarillas de la cebada y la avena flotaban en el aire. Mal sitio para un celíaco. El horno desprendía calor. Analía aferró a la niña por los hombros. Se acercaba a la zona de peligro, llena de puertecitas de hierro caliente. 

—No toques nada. Esto no es una casa de muñecas. Te puedes quemar.

Paloma retrocedió corriendo. Antes de salir, toqueteó varios panecillos formados con harina cruda. Están muy blanditos, mamá, dijo Paloma. 

—¿Quieres hacer uno tú, niña? —le preguntó una mujer vestida de blanco, coronada por un gorro alto, desde la puerta del fondo, que daba a un patio exterior.

La panadera era una mujer menuda, parecía frágil. Sin embargo, arrastraba un enorme saco de harina hacia las mesas. Enseñó a Paloma a dar forma de bollo a los trozos cortados. Le prestó un cuchillo de madera para ir peinando los bollitos con rayas. ¿Te gusta peinar los bollitos?, le preguntaba la panadera, que se llamaba Lorena. Como la otra vecina que habían conocido en la tienda de ultramarinos, Lorena venía del área de Barcelona. 

—¿Qué tiene este pueblo, que todo el mundo acaba aquí? —le preguntó en broma Analía.

—Ya lo ves. Mucha vida. Yo estoy encantada con el pan. ¡Está vivo! ¿Lo ves, Paloma? Ahora crecerá la levadura, se levantará la masa y la pondremos al fuego. Se pondrá tierno y crujiente, y, entonces, te ayudará a crecer a ti.

—¿Yo también necesito levadura? 

—¿Qué hacías antes en Barcelona?—preguntó Analía.

—Respirar humo, y poco más, mucho humo del metro y gastar energía. Ahora tengo tiempo para mis manos. 

—¿Respiras aquí mejor?

—¿Hola? ¿Lo dudas? 

Lorena estaba llena del polvillo blanco de la harina, que rebozaba toda la piel al descubierto; era un pan más dentro del obrador, tan fragante como el resto de las masas que fermentaban. 

—Mira, Paloma, esta es la masa madre.

—¿Cuáles son las hijas? ¿Estas más pequeñas?


Con todas las probaturas y los casting ya finiquitados, Analía pudo confeccionar su lista y encargar los suministros para la tetería. Panes grandes para las tostas, tartas de zanahoria y queso para las meriendas y que no faltaran galletas de avena, estas para todo el día, incluso había en cajas para llevar. Los turistas podían parar justo antes de llegar al pueblo, tomar su refrigerio, continuar el viaje o dar un paseo por el sendero, o ponerse a buscar níscalos, según las fuerzas que tuviesen. 

—¿Quieres explotar la Casa Amarilla? —preguntó Lorena.

—No, explotarla no. Quiero revivirla. 

—Es una forma de hablar, mujer. Ten cuidado.

—Yo sí quiero explorarla —intervino la niña.

—El ayuntamiento la tiene abandonada, está sola, se derrumbará —dijo Analía. 

—Sí, ya está medio derrumbada. La abandonaron hace ya tiempo —dijo Lorena—. Pertenecía a una familia que se dedicaba a la hostelería. Tenían casas y las alquilaban a turistas de toda Cataluña y muchos franceses. Ahí dicen que alojaron a Apollinaire un verano, cuando vino a visitar a Picasso. 

—¿Un pollino al aire? —escuchó la niña.

Lorena lo había pronunciado a la española. Analía le corrigió la pronunciación, en francés se decía “apoliner”. La niña conocía bien los sonidos franceses, emitió las erres suaves, rasposas en garganta; pronunció perfectamente, con acento provenzal. Lorena aplaudió con ganas, soltando una buena nube de harina, que explotó en el obrador. 

—¿Cómo habla tan bien esta niña el francés?

Mi abuela era francesa, dijo Paloma. Le cantaba canciones y le contaba cuentos para dormir, cuando la acurrucaba bajo la manta. Su abuela la cuidaba mucho.

Lorena les preguntó si les gustaban las excursiones. En el pueblo había un club de senderismo, donde conocerían muchas familias que tenían hijos de edades similares. Los días de descanso, los senderistas recorrían los caminos que circundaban la montaña. En las semanas siguientes, cuando las veía en el punto de salida, Lorena se unía a sus dos nuevas amigas, les contaba muchas historias del pueblo y del paisaje. Esto venía bien al grupo, pues no tenían que esperarlas. Ellas se quedaban atrás, pendientes de la niña, que se distraía con piñas y raíces secas. Todos estos tesoros los metía en la mochila. Lorena la tomaba de la mano y le hablaba de las leyendas mágicas del Pirineo, asociadas a picos sobresalientes, con personalidad propia, o rocas con formas especiales. Cuando llegaba la hora de tomar el bocadillo, dejaban que Paloma se uniera al resto de los niños, que se habían adelantado y que ahora se entretenían jugando. Lorena aprovechaba para relatar por tramos su vida anterior, lo que contrastaba con el mutismo de Analía, que mantenía su reserva. Lorena solo pudo sonsacarle que también estaba casada, que antes vivía en Figueras. No le arrancó a Analía nada más del estado de su matrimonio, pero se traslucía que no iba bien; en varios meses no había aparecido por allí ningún marido.

Por su parte, Lorena había disfrutado de una relación muy larga, un novio desde su juventud. Habían planificado la boda, de forma casi automática, dejándose llevar por la inercia. Cuando Lorena decidió huir de Barcelona y dejar la empresa de logística, él prefirió quedarse. La relación se enfrió aún más, llegó a estar casi plana, aunque se hablaban por Skype y se daban likes por redes sociales. ¿En qué trabajabas tú, Analía?

—Diseñaba páginas web para una agencia de publicidad.

—¡Qué bonito! ¿No vas a seguir con eso?

—No me apetece nada. Algunos días acababa de trabajar a las cuatro de la madrugada. Pulir un detalle te lleva horas.

—¿Eres muy perfeccionista para tus cosas?

—¡Mira, un grupo de escalada! —la distrajo Analía, al llegar la pregunta que rondaba lo personal.

Se detuvieron ante una pared de roca. Abajo, una pareja vigilaba las cuerdas. Dos figuras de escaladores se movían con lentitud hacia arriba, midiendo las fisuras de las piedras con sus manos y sus pies. Una mujer alargada les hizo señas para que se acercaran al pie del risco. Les estaba tendiendo la mano. Lorena se aproximó enseguida con la niña de la mano y observaron de cerca la figura alargada, cubierta como si fuera un aeronauta artesanal por todo el sofisticado equipo, los arreos metálicos, los arneses y mosquetones, las cuerdas y nudos alrededor de la cintura. La niña acercaba la mano, como si quisiera tocar los artilugios de la superheroína alargada.

Analía se quedó parada, en pie, con los brazos cruzados, mirando desde la media distancia.






viernes, 23 de julio de 2021

UN DÍA PARA VIVIR: Una novela de podcast 1

 

UN DÍA PARA VIVIR: Una novela de podcast

Podcast 1. Detectives de Herencias

https://cadenaser.com/programa/2021/01/24/a_vivir_que_son_dos_dias/1611481243_177733.html

24 de enero de 2021. 7:30 de la mañana. Gran Vía 32, Madrid.


Desde la terraza del edificio principal de la Cadena Ser, Javier del Pino y Juan José Millás contemplan la salida del sol. 

—¿No tenemos nada para hoy? —pregunta Millás, carraspeando—. Es culpa mía, esta semana he andado pachucho.

—Por ahora, el día se presenta flojo de contenidos —avanza Pino. 

—¿Tocamos el tema del cambio de hora en primavera?

—Juanjo, faltan dos meses.

—¿Y si lo rellenamos con Broncano y Burke juntos? ¿Un mix de cómicos? 

—Broncano está ilocalizable, como siempre. Viernes noche, sábado de...

—¿Ignatius y Cansado? —vuelve a la carga Millás.

—Cansado está agotado. 

—Está mayor. Ignatius siempre es una opción...

—Ese sí, no necesita precalentamiento. De momento, lo dejo en stand by, que luego viene y te chupa los pezones… —ríe Javier.

—¿En plena pandemia?

—Utiliza un kit higiénico de plástico.

—¿Llamo a mi antropólogo de cabecera? Arsuaga, el de Atapuerca... No se va a negar. ¡Somos uña y carne!

—¿Os criasteis en la misma cueva?  —bromea Javier del Pino—. No es grave, Juanjo. No es tan grave...

—¿Que seamos amigos?

—No, la situación, los contenidos del programa. Ha surgido algo que nos servirá para salir del paso. 

—Menos mal. ¡Qué alivio! —suspira Millás.

—¿Alivio? ¿Por normalizar lo vuestro?

—No, hombre. Que tengas algo...

—Ayer me llamó Estupinyà desde Buenos Aires, con una historia interesante. Va a traer a un tipo, un detective de herencias —informa Pino. 

—No fastidies. ¿Y qué hace por allí? ¿En Argentina?

—Ya sabes, vive allí, Estupinyà.

—Me refería al detective.

—Pues le han dado un chivatazo. Una herencia jugosa, sin herederos. El detective de herencias investiga si existe algún heredero desconocido. Para avisarle y que la cobre. ¿Te imaginas?

—Es un temazo. Pero no me he preparado nada.

—Paqui se ha encargado de arreglarlo todo.  Y a ti, ya se te ocurrirá algo sobre la marcha. Es un tema muy tuyo.

—¿Cobrar herencias o buscar dinero?

—¡Las dos cosas! —responde Pino.

—¡No me jodas!

—¿Cómo van tus bitcoins? —le pregunta Pino.

—¿No te he dicho que no me jodas? 

El sol se asoma con timidez por la línea del horizonte, las primeras luces se filtran entre los edificios. Millás apura el café de máquina, francamente asqueroso. La música desciende de volumen, la voz de Pino se abre paso en la antena.

—Buenos días, o ¿debería decir buenas noches, allá en Argentina? 

—Sí, un buen madrugón sí que me he pegado, Javier —contesta la voz al otro lado.

—Estamos con David Heredero Rubio, detective de la Agencia Midas. Es detective genealógico. Su Agencia busca herencias jugosas sin herederos conocidos. ¿Cómo funciona esto, David?

—¡Muy apropiado tu apellido, David! —ironiza Millás.

—Sí, me lo han dicho muchas veces —confirma David. 

—¡Estabas predestinado! —rie Millás—. De esto tiene una teoría Lacan.

—Vamos a centrarnos en el tema, Juanjo —interrumpe Javier del Pino.

—Sin duda. Valgo para esto. Más veces de las que creemos, la gente fallece y deja sus bienes sin testar. Aparentemente, no existen herederos. Nadie sabe si el fallecido tiene algún familiar, ni idea de dónde buscar. 

—Y vuestra agencia los busca….

—Así es. En ocasiones, estos familiares se sorprenden cuando los hallamos. Ni siquiera sabían que su pariente había muerto, ni que tenía bienes. ¡O ni se imaginaban que existía!

—¿Cómo es posible?

—Hay varias situaciones distintas. Han perdido relaciones, han emigrado, viven en lugares muy distantes… Puede que se trate de una rama colateral de la familia. Hay muchos motivos. 

—Entonces, ¿todos podemos tener un día una sorpresa de este tipo? —se pregunta Javier.

—Cuéntame una cosa —interviene Millás—. ¿Cómo es ese momento? Cuando te presentas ahí, frente a la puerta. Llamas al timbre, a puerta fría, y te abren… ¿Qué desea usted?

—Un momento cumbre, efectivamente. 

—Alguno te cerrará la puerta en las narices —apunta Pino—, pensando que quieres vender algo, que es una estafa… 

—Como estos correos electrónicos de un príncipe africano que quiere dejarte a ti, precisamente a ti, sus riquezas —dice Millás.

 —A veces, ha pasado. Luego viene la explicación nuestra. Al final, casi siempre lo entienden. Nos sentamos con ellos y ven la relación familiar que les une con el fallecido. Cuando damos los datos, por regla general se convencen.

—Dais credibilidad —sugiere Millás.

—Lo intentamos.

—¿Vais a comisión? ¿Cobráis un porcentaje?

—En efecto, a ellos no les cobramos nada. En la agencia, solo cubrimos gastos y, luego, nos llevamos un porcentaje sobre la herencia reclamada. 

—¿Cómo os llegan los casos?

—Tenemos nuestros contactos. Alguien ha fallecido sin testar, sin hijos. Ahí valoramos si la operación es rentable.

—¿Os lleváis sorpresas?

—¡Enormes! ¡Hay gente con posesiones antiguas, con fortunas ocultas! 

—¿Les da la vida para reunir una fortuna? ¡Esto es tan reconfortante! Dan ganas de convertirse al cristianismo… —dice Millás. 

—Claro, lo viven como un auténtico milagro.

—¿Y cómo reaccionan cuando les dices…?

—Algunas veces les cuesta trabajo asimilarlo. Es un choque fuerte. Luego sí, van entrando en el tema. Lo agradecen mucho. Es un momento muy bonito. Recuperan una parte de su pasado.

—¿Y hay algún caso que recuerdes especialmente?

—Ahora no caigo. También te digo que procuramos no implicarnos emocionalmente. Ahora ando centrado en el caso que tengo entre manos. Una vez que acabamos, pasamos página.

—Actitud profesional —recalca Millás.

—¿Ahí en Buenos Aires? —sigue preguntando Javier.

—Sí. Un emigrante español vivía aquí hace décadas. Ha muerto recientemente. 

—¿Y la herencia es jugosa?

—Tremendamente. Jugosísima.

—¿Van bien tus pesquisas? ¿Has encontrado algún beneficiario?

—Va, va… lento, pero ahí va. No te puedo decir. Ahí ando…

Las voces se amansan. Como la voz de Javier, la de David acaba en bajo, se desmigaja sedosa, ambas voces se empastan. La conversación, oída desde fuera, se aproxima a una conversación de viejos amigos que se conocen bien.

***

En la emisora de Buenos Aires, quedan solos Pere Estupinyà y David.

—¿Te cuesta mucho mantener el equilibrio emocional? ¡Con tantas pesquisas! —le pregunta Pere Estupinà, fuera de antena—. De todas formas, te recomiendo mi libro sobre este...

—Para nada —contesta David—. Lo llevo en el ADN, ¿recuerdas? Si tengo problemas para conciliar el sueño... ¡me pongo la radio y listo! Oye, por cierto, ¿cómo es que salió despedida así Gemma Nierga? Era increíblemente simpática, tan cercana… como una amiga.

 —Yo no sé nada. Esa no es mi parcela.

—Pero, hombre, algo habrás preguntado, ¿no sabes nada? 

—Mi parcela es la ciencia —se planta Pere.

—¿Cómo nos hacéis esto? Nos hacemos amigos, era como una hermana, como una madre… Ahí estaba Gemma, en casa, llegabas y ella te hablaba… ¡y de pronto, zas! ¡Fuera!

—Perdona, yo creo que ni siquiera estaba trabajando en la radio —sigue justificándose Pere—. Estaba con mi libro, el que te digo… “El ladrón de cerebros”, sobre eso, la psicología… ¿No te suena?

—¿Perdona? No, hombre, no tengo nada que perdonar —se reconcilia con suavidad David, medio riéndose —. Es solo que… ¡Quisimos tanto a Gemma! 

—Pues para eso, mi libro. Para la inteligencia emocional va genial, y con base científica. ¿Lo has leído? Y para lo de Gemma tengo otro, si todavía la echas de menos, que trata del sexo… —añadió guiñandole un ojo.

—Lo ojeé en la librería. Mucho nivel —reconoce David.

—¿El de la ciencia del sexo? —se anima Pere.

—No, el otro.  ¿Qué insinúas? ¿Que tengo una fijación sexual con Gemma? ¿O que estoy muy necesitado? 

—¿No se pueden elegir las dos repuestas? —Pere ríe abiertamente. 

—¡Oye, no te pases! ¿Qué quieres? Para un vicio que tengo, la radio… ¡más inocente no puede ser!

—Un poquito estresado si te veo… —se atreve Pere, viendo el filón—. ¡Sobre todo desde que te dejó Gemma! 

Los dos ríen, como si tuvieran una nueva complicidad. 

—Vale, vale, vale… —se defiende David—. ¿Esas tenemos? Entonces, de lo de Julia Otero, ni te cuento… 

—Mejor no digas ni mú… —le aconseja Pere.

—Eres peor que Freud.


La investigación de David Heredero


Desde lejos, con mucha antelación, David alcanzaba a escuchar los trinos de los pájaros. El presidente de la Fundación Freebird-Ciempiés vivía en una casita de una sola planta, rodeada por yucas y eucaliptos. Una mujer lo invitó a rodear el patio. Mauro Tribalio se hallaba en la parte posterior de la vivienda. Lo encontró inclinado sobre los comederos, dentro de una enorme jaula.

—¿Aquí es donde hacéis la rehabilitación de los pájaros?

—Aquí es donde empezó todo. ¡Nuestro gran proyecto! Ahora, gracias al testamento del señor Ciempiés tenemos una nueva sede. En breve, nos trasladaremos a su mansión. 

—¿Hay algún ejemplar aquí en tratamiento? —se interesó David.

—El hospital de rehabilitación está ubicado en la provincia de Santa Cruz. 

—¿Es difícil enseñar a volar a un pájaro nacido en cautividad?

—Todo se puede aprender.

David estuvo un largo rato informándose de las actividades de la Fundación. A la gente le gusta que uno se interese en sus preocupaciones. Mauro se veía concentrado, revisando los nidos, repartiendo equitativamente la comida.

—Usted, David, ¿realmente desea colaborar con la Fundación? —preguntó Mauro, sonriendo—. Tenemos un sistema de aportaciones voluntarias.

David tuvo que entrar directamente al grano. Ya le había hablado a Mauro por teléfono de sus objetivos. El viejo señor Ciempiés, recién fallecido, había dejado una parte de su fortuna a la Fundación Freebird. Y otra parte a sus descendientes.

—¿Es lo que busca, los descendientes? Ya se lo aviso. No los encontrará, no existen. El señor Ciempiés era soltero y no tenía hijos. Su única familia, por decirlo así, era un matrimonio paraguayo que le cuidaba y ayudaba en casa. 

—Entonces, digamos que son una familia de acogida, no de sangre —puntualizó David.

—Digámoslo así. A ellos ya les ha dejado una cuarta parte.

—Si los hay los encontraré. Tendrán lo que les corresponde.

—No tiene que buscarlos. La familia paraguaya sigue viviendo en la Mansión Amarilla.

—Me refería a los otros

—¿Qué otros?

—Los descendientes de sangre.

—Espero que tenga suerte, señor Heredero. 

—¿Él no hablaba nunca de su familia en España?

—Jamás. ¿De verdad cree que existe? El pasado era un tema tabú. Solo sabíamos que Ciempiés huyó al final de la guerra española. 

—Voló como un pájaro asustado.

—No crea que no quiero ayudarle, si supiera algo se lo diría —dijo Mauro mirando a los ojos a David, y este tuvo el pálpito de que el naturalista era sincero. 

—¿Me da permiso para investigar en la Mansión Amarilla?

—Sí, por supuesto. ¡Pero no la ponga patas arriba! Si él quería dar una parte a sus descendientes, nosotros también. Estamos muy agradecidos al señor Ciempiés. No olvide que la fundación Freebird se llama ahora Freebird Ciempiés.

—Es raro que dejara una cuarta parte a sus descendientes biológicos, en su testamento, pero luego no especificara quienes eran y dónde vivían.

—Se supone que muy lejos, en España. Aquí no los conocemos.

—Habló de su lugar de origen, de su familia…

—No pudo. Llevaba diez años arrastrando su Alzheimer. Ya en fase muy avanzada.

—¿Y antes de eso?

—Un hombre taciturno, muy reservado. 

—¿No cantaba? —preguntó David.

—Freebird rehabilita pájaros, no personas —aclaró Mauro Tribalio.


La Mansión Amarilla lucía su aire colonial en mitad de una barriada tranquila y rosada. Las columnas blancas se erguían rodeadas por ficus y sicomoros. Un chico moreno y delgado le abrió la verja. Varios jóvenes se ocupaban de rastrillar el jardín. David se presentó a la familia que, al parecer, había trabajado para el señor Ciempiés muchos años. Estaba compuesta por la cocinera, una mujer simpática; el padre, que hacía de chófer; y, luego, un auténtico ejército de hijos, que se repartían el trabajo de la casa. En aquellos momentos, se afanaban para adecentar todo. Estaba previsto que la mansión se convirtiera en la nueva sede central de la Fundación Freebird, ahora Freebird Ciempiés, para el renacer de la naturaleza salvaje. 

Bajo tanta actividad, había una nube de tristeza. Hacía pocos días que había muerto el señor Ciempiés, su benefactor. David sacó a relucir su experiencia. Antes de nada, se familiarizaba sin prisas. Después, iba deslizando las preguntas dolorosas con tacto, sin hurgar en las heridas de la familia. Por encima de la chimenea, colgaba el retrato de Gertrude Stein, que Picasso había pintado en París para la escritora estadounidense. En el cuadro, Gertrude tenía la textura rocosa de una montaña. David pasó los dedos por la superficie satinada. Era una lámina, una reproducción de calidad que simulaba el relieve del óleo. Interponiéndose, sobre la repisa de la chimenea del enorme salón, habían colocado una foto enmarcada del señor Ciempiés. En la foto, el cuerpo se encontraba dentro del ataúd, vestido con traje negro y corbata, las manos unidas sobre el pecho, sosteniendo un libro cerrado, de color rojo. Según la foto, el ataúd de mimbre se había expuesto en mitad de aquel mismo salón, rodeado de rosas y gente amiga.

—Discúlpeme, señor David. Tenemos mucho trabajo. Mire usted lo que quiera.

—¿Dónde tenía él sus papeles, en su despacho? —preguntó David.

—Ah, era tan ordenado… 

Subió al despacho, que encontró completamente vacío. En las estanterías quedaban algunos libros sueltos, periódicos y revistas atrasadas. David avisó a la señora Morel, pero..

—¿No era tan ordenado?

—Sí, antes de la enfermedad. El último año se paseaba por toda la enterita casa, recortando papeles. Los dejaba, formando una pila, en una habitación a la mañana y los llevaba a otra por la tarde. ¡Qué locura!

Dándole la razón, por todos lados se veían papeles organizados en paquetitos pulcros, como pequeñas columnas cuadradas. Por arriba, estaban pintarrajeados con rayas amarillas y rojas. 

—¿Y los libros? ¿Su biblioteca?

—Los hemos llevado al garaje. No sabemos qué hacer con ellos. Si le gusta alguno, lléveselo, por favor. Así nos ahorra trabajo. ¡Ay, tenemos tanto…!

David se pasó la mañana revisando libros en el garaje. Había todo tipo de temas. Muchos volúmenes ocultaban billetes antiguos, otros guardaban notas y facturas, anotaciones a lápiz. Nada que le pudiera ayudar. La familia lo invitó a comer, estaban poniendo la mesa en el jardín. El aroma del asado se extendía por todos los rincones. Sentados a una alargada mesa de madera, David contó hasta cuatro hijos y tres hijas, aunque les costaba distinguirlos. Se parecían todos, altos, muy estilizados, con grandes ojos cálidos y negros. Una niña era de edad considerablemente menor que el resto. David imaginó lo típico, el descuido de una pareja mayor, que recibe un buen día un regalo que no espera. La niña, con coletas, jugueteaba con el peluche de un puma,  pintarrajeaba un cuaderno. 

—¿Qué estás pintando?

—No es una pintura, es una carta. Para mi amigo el puma. Le gusta que le escriban.

Una familia amable, se les veía encariñados con el recuerdo del señor Ciempiés. ¿Recordaban algo que dijera, alguna alusión a España, a la región de dónde procedía?

Llegaron a la hora del mate, sin que David obtuviera ningún indicio útil. Solo obtuvo una pequeña porción de energía, al sorber la yerba mate, su fuerte sabor a campo. Recorrió el sótano. Había antiguos artilugios de labranza, herramientas de poda. Subió a las buhardillas, en lo alto de la casa. Escaló los altillos, atestados de ropas y zapatos, muebles desmontados y viejos marcos. En un rincón, había telas enrolladas. Eran reproducciones industriales, más láminas, más cuadros de Picasso. Por lo visto, era su pintor favorito. 

Al finalizar la tarde, David se encontraba ya agotado, sin ideas. De verdad, el hombre había destruido todo su pasado, tal vez debido al curso de la enfermedad, quizá borrando rastros de forma inconsciente. David no conocía aún cómo funcionaba su mente, no encontraba resquicios para acceder a la psicología del viejo señor. Bajó al salón; las muchachas barrían. 

Volvió a la zona de garajes, donde encontró al señor Morel, que le ofreció un cigarro. David le aclaró que no fumaba. Ni un solo cigarrillo desde hacía tiempo. Desde la separación, pensó. Un gran logro. Sin embargo, sin darse cuenta, había estirado la mano hacia el cigarro y se lo había llevado a los labios. Y, cuando Morel lo encendió con su mechero, David aspiró el humo profundamente. Hacía años que no repetía este gesto. Al fondo, había pilas de libros manchados de grasa. Echó un vistazo, incluían datos del mantenimiento de los coches, fechas de cambios de aceite, recambio de piezas. El señor Ciempiés quería tenerlo todo apuntado, hasta el más mínimo detalle, según observó Morel. 

—Sí, excepto lo más importante —dijo David.

—...para usted… ¿No ha encontrado nada, señor David?

—¿Por qué cree que nunca hablaba de su pasado en España?

—Nunca me lo dijo. Quédese a cenar con nosotros, señor David. Ha sobrado mucha carne.

—No, gracias. Necesito despejarme. Todavía noto el jetlag.

—Entonces, tómese una cerveza —le ofreció Morel, alargándole una lata abierta de Quilmes.

—No bebo, gracias.

—¡Qué hombre tan sano! —bromeó Morel—. Vivirá muchos años. Como el señor Ciempiés.

—¿Qué edad tenía?

—Pues… ¿Infinita? ¿Enorme? No sé, más de 100 años, seguro.

Mientras fumaba, Morel cogió un libro marrón, para usarlo de posavasos.  

David dejó su lata encima del siguiente libro, el ejemplar que quedaba ahora encima del montón. Estaba también encuadernado con un cartón pardo; tenía formato alargado. Dejándose llevar por el hábito, lo ojeó. Era un libro de cuentas, con anotaciones en tinta en las columnas del debe y del haber. Una letra legible, elegante, inclinada hacia atrás. ¿Hacia el pasado? Casi de inmediato, se detuvo en unas anotaciones. Apuró la calada y aplastó el cigarro por completo. 

—¿Quién le llevaba las cuentas? —preguntó David

—Que yo sepa, nadie, él mismo. Le encantaba ordenar sus asuntos, era muy suyo, que yo sepa.

David llevó consigo el cuaderno marrón a un lugar donde pudiera examinar la contabilidad. Buscó una lámpara y, mientras permanecía de pie, analizó los asientos contables. Entre infinidad de gastos ordinarios, aparecía una constante. 

No puede irse ahora, señor David, le pidieron. Ya estaban todos otra vez en torno a la parrilla, charlando con aire satisfecho. Llevaban botellas de vino y tajos de carne desde la cocina hasta el fuego del jardín. 

—Esto le sentará bien para el agotamiento, señor David —descorcharon un vino de Burdeos a la salud del señor Ciempiés—. Directamente pescada en la bodega. ¿Vio algo interesante en los libros?

Había un asiento contable que se repetía todos los meses, manteniéndose durante varias décadas. En la columna del debe figuraba una cantidad fija, que no había variado, ni aumentado ni disminuido, con el paso de los años. De hecho, se había quedado ridículamente desfasada. ¿Enviaba dinero, una asignación fija a alguna cuenta? Ellos lo ignoraban, él nunca hablaba de dinero. Al menos con ellos. Los trataba bien, con generosidad. Todos brindaron por el señor Ciempiés, con mucho respeto. 

Al marchar, David pidió permiso para llevarse el libro de contabilidad. Podría acudir por la mañana al banco y pedir la información sobre los movimientos de la cuenta, utilizando algún truco de su chistera. No sería fácil, los bancos saben bien cómo guardarse información, cualquier mínima brizna, para su propio beneficio. No dan nada gratis. Al cruzar el salón en dirección a la puerta, David tomó en sus manos la foto del cadáver de Anselmo Ciempiés. La faz, tomada por la muerte, se veía increíblemente serena. 

—¿Cuándo lo enterraron?

— ¡Ah! ¡No! Si es que no… ¿verdad? Todavía no... —murmuró Morel, y continuó aclarando su mensaje—. En realidad, no lo hemos enterrado todavía.

—¿Y esta foto?

Él era así, le respondieron. Lo planificaba todo. El señor Ciempiés compró el ataúd de mimbre, se puso el traje negro, encargó las flores y les pidió que hicieran las fotos. Les señaló hasta el ángulo y el punto exacto donde debían ponerse... ¿Que si era ordenado, dice usted? 

—Algunas personas he visto así —reconoció David—. Planifican su propia muerte para ahorrar molestias a la familia.

—Así era él. No le gustaban las sorpresas.

—Un controlador, ya lo veo. No dejaba nada atrás, ni un cabo suelto.

 —Ni atrás ni adelante. Ya verá como sigue controlándolo todo, amigo.

—¿Dónde está entonces? 

—Todavía en el depósito. Le están practicando la autopsia. Cuando devuelvan el cuerpo, seguiremos todas estas instrucciones en el funeral.

—¿Qué libro se colocó en el pecho? Me imagino que lo elegiría con cuidado. ¿Dónde está esta ropa y todas las cosas que aparecen en la foto?

— ¿Ese libro rojo? —preguntó el señor Morel.

—En su dormitorio, ya planchada toda para cuando llegue el señor —dijo la señora Morel, que pasaba llevando más platos al exterior—. Bueno, lo que quede.

David subió escaleras arriba, saltando los escalones de tres en tres. En el dormitorio, sobre la cama lisa, cubierta por una colcha blanca, estaba el traje. Nada más. Ni rastro del libro. ¿Por qué quería enterrarse con un libro? Lo buscó por toda la casa, quedándose sin cena. Toda la familia lo llamaba desde el patio. Literalmente, David registró cada hueco, levantó cada alfombra, llenándose los ojos de polvillo. Medio desmayado, tomó su ciclomotor. Se acercó al hotel. Necesitaba su ducha caliente. Tras visitar el banco, al día siguiente regresó a la Mansión Amarilla. 

—¿Le han ayudado en el banco? —preguntó el señor Morel, dando brillo a la carrocería de un flamante Ford.

—Me han prometido que tal vez consigan algo, que sí, que puede que me den algún dato, siempre que rellene una solicitud. Nada  concreto. El buen hombre, su señor Ciempiés, sacaba el dinero, iba a correos y emitía un giro postal. Cada lunes.

—Pues pregunte usted en la oficina de correos. Está aquí al lado, muy cerquita.

—Dígame, cómo fueron sus momentos finales, ¿cómo murió? ¿No se despidió? 

—No pudo. Murió sólo en una habitación. Cayó redondo, se desplomó. Llevaba varios pesados volúmenes encima. Los trasladaba de una habitación a otra. Sus viajes, sus cosas. Tropezó y cayó escaleras abajo. Su corazón estaba, ya por entonces, tan débil como sus piernas. Ahí lo vimos, después, todos los libros abiertos, unos boca abajo y otros de pie aún, a su alrededor. Él lo sabía, o parecía saberlo. Muchos billetes flotando, volando alrededor.

—¿Qué sabía?

—Que se iba. Movía los labios.

—¿Qué decía?

—No, pues nada. Nada comprensible. Ya no se oía nada. Mi mujer llegó la primera. Le dio un beso en la mejilla.

—¿Qué hizo él? ¿Le dio un beso a su mujer?

—No, yo se lo di a él. ¿Él? Nada —dijo la señora Morel—. Me miró, comprendió el beso. Sí, le gustó... 

—¿No dijo nada?

—Pues no. Nada. Estaba musitando algo, como “mi gozo, mi gozo…”. ¿Se imagina? ¡Cuánto bien puede hacer un beso! Era tan bueno que sentía gozo hasta cuando se iba a morir. Gozaba con nosotros —dijo el señor Morel.

—¿Conservaba algún acento concreto de España?

—Pues sí que lo conservaba.

—De dónde. 

—De España entera. Hablaba muy bien.  

—¿Seseaba?

—Sí, se aseaba mucho. Era muy limpio el señor Anselmo.

Al despedirse de todos, David dejó una generosa propina, a cuenta de la Agencia Midas. No quisieron cogérsela, todo lo hacían por cariño al viejo señor. Se pasó por el cuarto de la pequeña Davinia Morel, para despedirse.

—¿Has terminado la carta a tu puma? 

—Sí, ahora escribo otra?

—¿A quién?

—Al señor Ciempiés. 

—Ah... ¿Es bueno contigo?

—Mucho. Se ha ido al hospital, pero volverá mañana. 

—¿Quieres que le lleve la carta?

—No, ya tiene aquí el sello y su nombre. 

La niña estaba escribiendo con sus lápices de cera en un sobre amarillento. En el sello se veía una cara familiar, el rostro del general Franco. 

—¿Lo ves? Aquí lo pone: Señor Anselmo Ciempiés.

—¿De dónde has sacado esta carta? —preguntó David.

—Estaba dentro.

—Dentro de qué.

—Del libro del señor Anselmo. Estaba en el dormitorio.

—¿Era de color rojo? ¿Me dejas ver la carta? 

El sobre estaba en muy mal estado, le faltaban grandes trozos. El matasellos solo conservaba fragmentos de esas líneas circulares y onduladas que estampaban en las oficinas de correos españolas. Le faltaba casi todo el remite. Era legible solo en una parte, donde se leía “Calle Alta, número 7”. 

—Recibía muchas cartas el señor Ciempiés.

—No, solo esta. Un día me la leyó.

David miró en el interior del sobre. Faltaba la carta. ¿Y qué hizo con ella? 

—¿La has visto? — preguntó David.

—Él siempre la guardaba en su libro. Era su libro favorito. ¿Te enseño el mío?

—Sí, ahora. Primero quiero ver el suyo. ¿Dónde está el libro?

—¿El rojo? 

—Sí.

—Un poco solo. Estaba sucio. Ya no lo tengo. Lo he regalado.

—¡Madre de Dios! ¿Y a quién se lo has regalado?

—A mi amigo.

—¿Qué amigo? Dime dónde vive...

—Ahí —respondió la niña señalando una casa de cartón, bajo la ventana de la habitación.

—¿Ahí vive tu amigo?

—A veces. 

—¿Pero quién es tu amigo?

 —El señor Puma —dijo la niña, mientras David buscaba en la casita de cartón, que estaba vacía por completo, a pesar de que David la zarandeó a fondo.

—¿Dónde está ahora?¿Dónde vive tu puma? ¿No vivía aquí?

—Se ha ido al cole. Se habrá llevado su libro

—¿Se habrá llevado su libro?

—¡Claro, él tiene que aprender! A lo mejor lo llevaba en su mochila, escondido. ¿Sabes que le gusta mucho leer?

—Sí, ya me lo has dicho. ¿Dónde está su cole? 

—Va al mismo cole que yo. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con su maestra?

—¡No puede ser! ¿Se ha ido el solito? —preguntó David, impacientándose.

—A veces se va por allí —se apiadó la niña, dándole una pista. 

Debajo de la cama, entre muñecos y peluches arremolinados, estaba el libro. La cubierta, en cuero rojo, muy agrietado, sucio. Dentro, apareció una hoja manuscrita, tan deteriorada como el sobre. Los pliegues, muy marcados, la cubrían de arrugas paralelas irregulares. Era un texto breve, trazado a lápiz, muy desgastado, escrito sobre un trocito de papel recortado, pautado con las líneas típicas de los cuadernos escolares: “Querido Anselmo, el niño está bien, crece muy fuerte y sano. Ha pasado varias fiebres, viruelas y sarampión, pero como si nada. Cuídese usted mucho. Quede con Dios”. Buscó hasta en las bolsas de las aspiradoras, pero no encontró ningún trozo más de la carta . ¿Quién había recortado la carta?

—Los tres.

—¿Qué tres?

—Yo, el señor Anselmo y mi amigo el Puma. ¡Mira! Ya ha vuelto del cole… —añadió ella sacando al peluche Puma de debajo de la cama, por sorpresa. 

Al bajar al jardín, David se sentó junto al matrimonio Morel, que escuchaba plácidamente los grillos. Se sirvió él mismo una copa de vino.

—Salud, Don David —le deseó la señora Morel—, creía que no bebía usted. Me lo ha dicho mi marido.

—¿Saben si el señor Anselmo tenía algún hijo en España?

—Cuando llegó a Argentina, se bajó del barco y estaba solo. Eso nos contó. Solo traía una maleta amarilla, nos dijo. Él y la maleta.

—¿Por qué le gustaba tanto el amarillo? ¿Qué llevaba en la maleta?